Navegar en los límites de lo inefable

Los filósofos son magos del lenguaje que hechizan con sus palabras. Sus textos atrapan al lector como la gravedad a los cuerpos. A menudo me he preguntado por las razones de esta atracción. ¿Por qué nos acercamos a la Filosofía con la pasión y la avidez de un converso? Leer a Platón nos convierte en platónicos, a Descartes en cartesianos, a Hume en empiristas. ¿Por qué no conseguimos desembarazarnos de un filósofo hasta que leemos a otro? Somos platónicos hasta que encontramos a Aristóteles, cartesianos hasta que conocemos a Hume, empiristas hasta que nos enfrentamos a Nietzsche.

Igual que con las religiones, con la Filosofía conviene ir con pies de plomo porque genera fidelidades a muerte, partidarios acérrimos, defensores a ultranza de las enseñanzas del maestro. Un platónico y un nietzscheano están condenados a no entenderse en la vida. Por eso, antes de decantarnos por un autor, conviene leer alguna Historia de la Filosofía. Así tendremos una panorámica del conjunto y podremos valorar aciertos y puntos débiles -todos los tienen, ninguna filosofía es perfecta- de cada filósofo. Si no nos hacemos con este bagaje mínimo podemos pecar de intolerancia, que es lo mismo que pecar de ingenuidad.

Sin embargo, es habitual en algunos lectores que han leído una Historia de la Filosofía tener la amarga sensación de que han sido estafados. El terreno de la Filosofía se parece a un enorme solar en ruinas, hasta que un nuevo arquitecto decide volver a edificarlo aprovechando los escombros que han dejado los otros. Algunos dirán que podemos evitarnos veintidós siglos de metafísica leyendo directamente a Nietzsche. Pero en Filosofía las cosas no funcionan así. A menudo, lo más importante del viaje no es llegar a la meta, sino lo que somos capaces de recoger por el camino.

De creer la tesis de Vargas Llosa sobre los “demonios del novelista”, diremos que el filósofo es un escritor torturado por los demonios de la especulación: le obsesiona la clarificación de un problema, una intuición o una idea que convertirá en la columna vertebral de sus disertaciones. Cuando un filósofo escribe quinientas páginas es porque algo le consume por dentro, le roba horas de sueño, le impide ganar la tranquilidad que añora su alma. Es entonces cuando siente la necesidad de exorcizar esos demonios que lo acosan. Y la mejor manera de hacerlo es escribir aquello que tanto le obsesiona y le escamotea la felicidad.

Al escribir, el filósofo esculpe sus pensamientos en el tiempo y los preserva del olvido. Lo hace no solo por egoísmo, para salvarse de los demonios que lo atormentan, sino porque piensa que así puede salvar también a otras personas que comparten sus mismas inquietudes. Al leer su obra estas personas podrán saciar su curiosidad, estar de acuerdo con sus premisas o criticar firmemente sus conclusiones. Como señala Gadamer, lo importante es que de esta forma se sientan las bases de un diálogo –que no siempre tiene que ser cordial- con la tradición. Al final, todo se reduce a palabras que interpelan, embrujan y atrapan. Palabras lanzadas al magma de la historia.

Nietzsche considera que el individuo renunció a sí mismo cuando creó a Dios. La idea de Dios le tiene atrapado por dentro, le oprime el pecho, le come las entrañas, se cuela en sus sueños. Piensa cómo puede expulsar fuera de sí ese demonio que le consume, quitarse ese peso de encima de una vez por todas. Entonces escribe: “¡Dios ha muerto! ¡Dios seguirá muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo consolarnos, asesinos de todos los asesinos?”. Lo ha escrito con mano temblorosa por la emoción de saber que ha traspasado una frontera: la que separa al hombre del superhombre. Al leer su exhortación se siente reconfortado y redimido. Ha conseguido acallar sus demonios. Esa noche duerme como nunca antes lo había hecho. Cuando Heidegger escribe “poéticamente habita el hombre sobre la tierra” lo hace porque el verso de Hölderlin le sugiere un paradigma de vida diferente al que impone la razón instrumental. Cuando Gadamer, parafraseando a Heidegger, dice que “el ser que puede ser comprendido es lenguaje”, lo hace porque recoge la obsesión de su maestro por la relación entre el ser y lenguaje y necesita explicar cómo la realidad se materializa en el lenguaje para ser accesible al entendimiento.

El filósofo necesita fijar con palabras lo que rumia sus pensamientos, no por erudición ni por petulancia –aunque, en ocasiones, esos motivos también influyen en el desarrollo de su filosofía-, sino porque la tendencia a la especulación, a analizar y conceptualizar la realidad, consiste en su particular modo de “estar-en-el-mundo”. La reflexión forma parte de su vida como el acto de comer o respirar.

Los filósofos son espíritus audaces que caminan a hombros de gigantes. Como prestidigitadores del lenguaje, concentran todos sus esfuerzos en aprehender por medio de palabras lo que en algunas ocasiones se presenta con la levedad de la niebla: ideas apenas intuidas, leyes inasibles, huidizas formas. El pensamiento navega en la inmensidad de un mar de conceptos que amenaza con naufragios de silencio. A menudo no encuentra las palabras adecuadas para expresar el motivo de tantos desvelos y se pierde en los límites de lo inefable.

Comentarios

  1. A menudo me planteo si la propia filosofía no es solo lenguaje. Quiero decir que es una construcción en el aire y que como un globo va derivando de un lado a otro sin atadura, cualquiera puede llevarla a su terreno. Las historias de la filosofía y los prólogos de los libros de los autores originales, siempre me han dado esa sensación, a partir de algo concreto, un autor que como dices trata de fijar, aprehender en palabras la atmósfera de sus ideas, especulan, relacionan, reelaboran hasta dejar perdida allá abajo la modesta contribución personal del autor original.
    (Dicho todo desde la más completa ignorancia -una vez leí algo de platón y otra vez algo de descartes y poco más.

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  2. ¿Y existe lo inefable? Muchas veces pienso que el hombre forma una sola pieza con sus lenguajes. Creemos que existen cosas sólo porque podemos hilar palabras entorno a ellas, y no sé si seríamos capaces de concebir la existencia de algo que no pudiéramos expresar en algún tipo de lenguaje. Dicho todo esto desde la completa ignorancia y con varias historias de la filosofía dejadas apenas a los pies de Santo Tomás y sus vías.

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  3. Hola Riforfo Rex. Sé bienvenido de nuevo a "Palos de ciego". Disfruto mucho con tus comentarios.
    Eso era precisamente lo que quería expresar: que la filosofía no es más que palabras, pero palabras que rozan lo inefable, que buscan el sentido de la vida. No es tarea baladí: resulta muy complicado construir esas redes que intentan capturar el sentido último de la realidad.
    Como lector, es un auténtico placer dejarse llevar de la mano de un filósofo por ese laberinto conceptual cuyo objetivo no es, aunque parezca paradójico, confundir sino clarificar.
    Considero necesario romper el tópico de que leer filosofía es aburrido. Leer a Nietzsche, a Gadamer, a Descartes, a Hume, ¡incluso a Heidegger! es lo más cerca que vamos a estar de rozar la esencia de las cosas. La experiencia merece la pena. Créeme.
    También quisiera romper otro tópico: hace falta tener una preparación académica para entender los libros de filosofía. ¡Falso! Es cierto que una preparación académica ayuda a entender, ¡no ya la filosofía, sino cualquier disciplina! Pero cualquiera leer a Platón o Descartes, por nombrar los dos que nombraste tú, y entenderlos perfectamente. Y como esos dos filósofos, hay otros muchos que son bastante accesibles.
    Ahora que lo pienso, creo que este tema merece un tratamiento más extenso, quizás en algún artículo próximo.
    Así que, ¡ánimo! Esta vez, sin que sirva de precedente, yo pago la ronda.

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  4. Hola Juanjo. Hay dos afirmaciones en tu comentario que me parecen muy interesantes. Yo también pienso que solo existe para nosotros lo que podemos aprehender con el lenguaje. No sé si recuerdas un pasaje de Cien años de soledad en el que Macondo sucumbía a la peste del insomnio, cuya principal consecuencia no era la falta de sueño, ni la ausencia de cansancio físico por parte de quien la padece, sino el olvido: al poco tiempo todos los habitantes de Macondo comienzan a olvidarse de todo, incluso de los nombres de las cosas, y el pueblo queda inmerso en una especie de alucinación.
    Pues bien, este pasaje me parece una excelente metáfora literaria de la importancia del lenguaje en nuestras vidas: nuestro universo es un universo lingüístico. Elimina el lenguaje de nuestras vidas y ¿qué es lo que queda? Muy poco: un puñado de instintos que nos acercan a la naturaleza de la que formamos parte, pero a la que no puede reducirse lo humano. Queda Macondo postrado bajo la peste del insomnio.
    También creo, como tú apuntas, que ese lenguaje impone límites a nuestro conocimiento del mundo. Esta idea ya la expresó Wittgenstein cuando dijo que "los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje"; y Gadamer cuando dijo que "el ser que puede ser comprendido es lenguaje". El lenguaje es un arma de doble filo: posibilita nuestra comprensión del mundo, pero también la limita. Más allá del lenguaje se encuentra lo inefable. Por eso la filosofía siempre está navegando en los límites de lo inefable.

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