Ese cigarrillo escéptico en los labios (2ª parte)


«Envolvieron entre el humo y la bruma de los cigarrillos a los tipos más duros y cínicos del celuloide, a las actrices más seductoras y atractivas.»
Cristina Peri Rossi, Cuando fumar era un placer


Si de sensualidad femenina al fumar se trata, ninguna otra actriz ha podido imitar el gesto pícaro y malévolo de Lauren Bacall en Tener o no tener, que con un solo gesto es capaz de poner en pie a todos los parroquianos que se encuentran en el bar en el preciso momento en el que ella pregunta con su voz ronca y persuasiva: “¿Alguien tiene fuego?”

Sólo la Bacall logró darle la réplica al mismísimo Humphrey Bogart en una escena memorable de El sueño eterno: él, tumbado en el suelo, golpeado y maniatado por unos indeseables que desean dejarle fuera de juego de una vez por todas; ella, con su melena perfectamente apoyada a un lado de su rostro felino, encuentra un cuchillo oportuno que libera al maltrecho detective de las ataduras, después de intercambiar un simbólico pitillo de complicidad con el hombre por el que se la llevan los vientos, y no sólo en la ficción, como más tarde se demostraría.

También es cierto que hay una excepción para cada regla. Los ejemplos mencionados pertenecen, casi todos, a películas con bastantes años a sus espaldas. Pero una película actual como Tesis sobre un homicidio, muestra a un Ricardo Darín que emula a la perfección aquel gesto intemporal de sostener un cigarrillo entre los dedos: el rostro ausente pero concentrado, momentáneamente reconfortado por la sedación que produce la nicotina invadiendo los pulmones, los ojos entreabiertos por la molestia del humo que se enrosca suavemente en los pliegues de la cara, el entrecejo arrugado ante el esfuerzo hiriente de enfocar la mirada más allá de la cortina inasible que levanta el tabaco entre el fumador y la realidad circundante.

Pero ningún actor, ni siquiera el impresionante Darín, ha sabido darle al acto de fumar el aire nostálgico y triste, casi mítico, de Humphrey Bogart y su eterno cigarrillo prendido en los labios. A pesar del tiempo transcurrido desde la última vez que vimos sus películas, la retina conserva los fotogramas en blanco y negro que muestran aquellos personajes torturados y sarcásticos, tan idóneos para el rostro duro e impenetrable de Bogart.

Pocos actores han encarnado de forma tan conmovedora esa versión contemporánea del héroe cansado que es el detective bohemio y apesadumbrado, y encima por partida doble, el Philip Marlow de Raymond Chandler y el Sam Spade de Dashiell Hammett, hasta tal punto de no saber diferenciarlos en el rectángulo iluminado de la pantalla, y llegar a pensar que se trata del mismo personaje, involuntariamente multiplicado por nuestro anhelo de ver otra vez a Bogart ajustarse su sombrero de fieltro y subirse el cuello de su gabardina para protegerse de la lluvia, mientras pregunta a algún tipo desvalido y solitario que pasea en ese momento por la calle: “Amigo, ¿tiene fuego?”

Muy pocos han interpretado de forma tan solvente la épica carcomida de los detectives taciturnos y solitarios, como el Bogart de El halcón maltés; o el cambio que experimenta un ser huraño y solitario cuando encuentra el amor de su vida, como el Bogart de La reina de África; la tentación de la avaricia y la ambición, como el Bogart de El tesoro de Sierra Madre; o la renuncia a la felicidad personal por amor, como el Bogart de Casablanca. Metáforas de la fragilidad del individuo sumido en la confusión del mundo contemporáneo. Y todo esto, con ese cigarrillo escéptico en los labios.

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