La magia de las palabras



«Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.»
Gabriel García Márquez, Cien años de soledad


Según una antigua leyenda judía, para defender el gueto de Praga de posibles ataques antisemitas, un conocido rabino del siglo XVI creó el legendario Golem, un ser creado a partir de barro, insuflándole una chispa divina que le habría dado la vida.

Una de las versiones de esta leyenda sostiene que para hacer funcionar al Golem había que inscribir en su frente alguno de los nombres de Dios, o bien la palabra “Emet” (“verdad”, en hebreo). Para desactivarlo y que volviese a ser una masa de barro inerte, únicamente había que borrar la primera letra de “Emet” de su frente, y que en ella solo quedara “Met” (“muerte”, en hebreo).

Por otra parte, en el Evangelio de Juan hay un versículo que afirma “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”, como una forma de sugerir que es la Palabra (de Dios) la que representa a Dios ante los creyentes y a los creyentes ante Dios.

Resulta un hecho sintomático y curioso que tanto para la tradición judía como para la cristiana, en el armazón teórico de las cosmogonías occidentales más importantes, el poder de la palabra se encuentre al principio del mito de la creación, y que esté directamente entroncado con la capacidad de dotar de vida a lo que en principio carece de ella.

También en el Evangelio de Juan, en el episodio de la resurrección de Lázaro, el cuerpo inerte del difunto, que lleva muerto cuatro días, de repente se levanta del sepulcro y echa a andar tras el mandato divino de postergar la eternidad y permanecer en el mundo terrenal como uno más de entre los vivos.

Hay palabras que pueden estirar y alargar el ánimo de quien las recibe como un luminoso día de verano, o por el contrario, que provocan una colisión en cadena o una caída en picado y sin freno. Palabras que con solo escucharlas pueden incitar a la desesperanza o a la alegría, a la insumisión o a la obediencia, al desenfreno o a la cordura. Palabras enigmáticas, con un sentido difícil de apresar y de delimitar, que encierran en la alquimia de sus letras todo un universo de huidizas y hasta contradictorias reminiscencias.

Sería interesante establecer una especie de tipología según la capacidad simbólica de las palabras para crear o para destruir: palabras que nos sacan milagrosamente a flote de un naufragio o que nos hunden un poco más y sin remedio en el abismo; palabras que fomentan la solidaridad o que promueven el escarnio y la humillación; palabras que nos alegran el día o que lo mutilan definitivamente.

Siempre he sentido una querencia especial por las palabras eufónicas con significados contundentes, por aquellas palabras majestuosas y solemnes con raíces profundas, llenas de resonancias sin límites, de matices angulosos, de historias que aún permanecen sin contar.

Aunque posiblemente las mejores palabras sean aquellas que tienen la virtud de salvarnos, de hacernos levantar con seguridad y firmeza la cabeza y contemplar sin miedo el horizonte que se extiende ante nuestros ojos.

No hace falta indagar demasiado para saber cuáles son esas palabras. Tan solo hace falta pronunciarlas categóricamente, como hiciera aquel rabino de Praga, para insuflar un poco de vida a ese Lázaro que todos llevamos dentro, para hacer un poco más fácil la existencia de las personas que se encuentran a nuestro alrededor. Puede que ellas también nos obsequien con un poco de la magia que contienen sus palabras.



Comentarios