Poner el punto final



«En sueños soy igual al mozo de los recados y a la costurera. Sólo me diferencia de ellos el saber escribir. Sí, es un acto, una realidad mía que me diferencia de ellos. En el alma soy su igual.»
Fernando Pessoa, El libro del desasosiego



En estos tiempos tan inciertos para el mundo de la edición, a menudo tan desdeñosos respecto a todo lo relacionado con el oficio de escribir, poner el punto final a un nuevo libro podría interpretarse como un acto de temeridad desafiante, de esfuerzo innecesario y baldío, cuando no como una especie de inmolación estéril.

Pero lo cierto es que si uno sigue aporreando teclas, no lo hace con la intención de adquirir notoriedad o de convertirse en un personaje famoso, y mucho menos por el afán de lucro, sino por el convencimiento inquebrantable de que escribir es una de las mejores formas de entretener al tiempo, acaso una de las más inocuas, además de una manera seductora de llevar a cabo aquel imperativo socrático de conocerse a uno mismo.

Por eso uno sigue dejándose arrastrar sin remedio, como un alma en pena o un fantasma insomne, hacia la fosforescencia hipnótica de las pantallas de ordenador, hacia el sonido repetitivo y nervioso de los dedos sobre el teclado, hacia lugares poco transitados en los que anotar algunas ideas inconexas que quizás sean insertadas posteriormente en el texto.

Poner el punto final a un conjunto de páginas impresas en las que uno lleva trabajando un cierto tiempo, siempre tiene algo de suceso primigenio o de gozosa epifanía, de acontecimiento primordial y extraordinario, de espontánea y silenciosa rebeldía ante los tiempos que corren.

Hace todavía muy poco uno acabó de tomar las decisiones finales, de pulir las insidiosas aristas, de dar los consabidos retoques, de solventar las penosas dificultades de última hora. Con un poco de suerte y si los vientos son propicios, la nueva criatura conseguirá ver la luz dentro de muy poco.

A pesar de que hemos pasado juntos mucho tiempo, uno es consciente de que ya no le pertenece -si es que alguna vez le ha pertenecido-, que empieza una nueva travesía en la que el autor ya no es el protagonista, ni siquiera el medio para que el resultado final pudiese salir de la oscuridad en la que habitaba.

Aún no tiene un rostro definitivo, una apariencia culminada que lo convierta en un objeto tangible un poco más real y preciado. Apenas es un título apresado al vuelo en la primera de las páginas, y luego una sucesión de artículos de diversa procedencia, un conjunto de textos misceláneos y heterogéneos, una especie de criatura de Frankenstein elaborada con materiales de diferente naturaleza, pero ya tiene una consistencia material de manuscrito, de conjunto ordenado de hojas impresas encima de la mesa.

Salió hace muy poco del vientre de la impresora, las hojas aún tibias y un poco dobladas por el efecto del calor que desprende la máquina, el conjunto alineado de páginas recién encuadernadas, el brillo de la luz reflejada en su cubierta translúcida de plástico, y ya se muestra inquieto ante la turbadora perspectiva de que algún lector descuidado o impaciente decida echar un vistazo a su contenido.


Comentarios