Primavera de lecturas



«Ayer pensaba precisamente que el carácter esencial y hermoso de la vida es su “coeficiente de imprevisibilidad”. Todo nos puede suceder: la vida es una posibilidad infinita.»
Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso


La primavera ha pillado a uno en medio de un aluvión desordenado de libros, de una jubilosa gula de lecturas que no ha hecho más que aumentar imprevisiblemente a medida que las tardes se iban haciendo cada vez más largas, las horas de luz se iban estirando mansamente y el sol ha empezado a mostrarse por el horizonte, si bien aún con timidez, después de cuatro meses interminables de un invierno inhóspito que trajo consigo un ejército de nubes negras empeñadas en ensombrecernos el ánimo, además de aniquilarnos las ganas de salir a la calle.

Todo empezó con una lectura codiciada pero postergada en varias ocasiones para tiempos mejores, momentos más tranquilos y fecundos que los que uno suele tener en medio del fragor de las obligaciones laborales y de las rutinas diarias: El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, una de esas novelas intrépidas y desmesuradas que deben ser leídas con mucha paciencia y a pequeños sorbos, como si fuese una taza humeante de buen café; un libro que pasa por ser el más complicado y experimental de todos los que el Nobel colombiano entregó a la imprenta, con su trama enrevesada, con su arquitectura insidiosa, con su geometría inextricable que roza lo imposible, pero que por esos mismos motivos, es uno de los que dejan un sabor más indeleble en aquellos lectores que cuentan con el ánimo y la perseverancia suficientes para adentrarse en el laberinto de sus páginas.

El otoño del patriarca es una narración sobre las iniquidades de un tirano legendario que trasciende los límites del género al que pertenece, las novelas sobre dictadores latinoamericanos, para convertirse en un símbolo universal que representa la figura del déspota sin escrúpulos ni sentido de la mesura, porque los desvaríos del poder absoluto tienen el mismo rostro en cualesquiera de las latitudes del globo, en todas las etapas históricas.

Después de esta lectura iniciática, casi premonitoria de las sorpresas que vendrían después, hicieron su aparición los diarios de Julio Ramón Ribeyro agrupados bajo el título profético de La tentación del fracaso, una lectura imprescindible no solo para los lectores que disfruten con las confidencias que encierra la escritura íntima, sino también para todos aquellos que se dedican al vicio improductivo de aporrear teclas con la vana esperanza de que aquello en lo que gastan buena parte de su tiempo y de su esfuerzo llegue algún día a convertirse en un libro.

La tentación del fracaso es un registro de acontecimientos en el que su autor da cuenta del saldo de los días, pero lo hace de una manera tan singular que convierte la experiencia personal en literatura pura, la privacidad desvelada en un espejo universal en el que se reconocen con facilidad los lectores. El diario fue para Ribeyro una especie de archivador personal, su “cajón de sastre”, su “habitación propia”, que recoge de forma un tanto arbitraria y desordenada los avatares de una vida, los viajes por todo el mundo, las despedidas y los reencuentros, las reflexiones personales, las anécdotas jugosas, los itinerarios de lecturas, los improvisados aforismos, además de toda la casquería de las horas muertas, algo en lo que Ribeyro se ha consagrado como un maestro del género.

Pero por encima de todo esto, La tentación del fracaso es la continua escritura sobre la imposibilidad de la escritura, algo que empatiza fácilmente con las ansias de cualquier aprendiz de escritor, un título que refleja el sentimiento del autor de que la vida había sido para él una oportunidad desperdiciada, una ocasión perdida, un proyecto fracasado.

Consciente de las cuotas de calidad que había alcanzado en la escritura de diarios, el propio Ribeyro llegó a consignar en una entrada fechada el 8 de enero de 1960 que “en ellos creo haber encontrado el estilo del diario íntimo: un estilo apretado, expresivo que interesa no solamente como testimonio sino también como literatura”. Una literatura testimonial capaz de llenar el vacío de la gran novela que Julio Ramón Ribeyro nunca escribió.

Y por último, para cerrar este ciclo que está convirtiendo esta estación de las flores en un oasis de lecturas, algunas de esas que uno no dudaría en llevarse a una isla desierta, de repente se cruza por el camino El fantasista, de Hernán Rivera Letelier, una deliciosa ficción literaria que tiene como eje central la rivalidad futbolística entre dos oficinas salitreras situadas en el desierto unánime -es decir, en medio de la nada- de la pampa chilena.

Una historia sobre un mundo en decadencia que habla no solo de la pasión por el fútbol, sino también, y sobre todo, de la conquista de la dignidad, de la búsqueda del amor, de la fuerza de la amistad, y de los recuerdos que permanecen cuando el lugar en el que uno ha vivido se pierde para siempre.



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