Hoy tengo el cuerpo para una novela negra

[Llegué a saber de la existencia de Leonardo Padura gracias a una recomendación de Alexis Ravelo en uno de sus talleres literarios. Aquella recomendación fue olvidada en algún pliegue escondido e ingrato de la memoria, pero volvió a resurgir inesperadamente mientras rastreaba anaqueles en una librería de Las Palmas que ya no existe.

Aquel día regresé a casa con varios volúmenes de la serie que Padura tiene sobre su personaje más carismático, el detective Mario Conde. Desde aquel momento hasta ahora he leído todos los libros que ha publicado sobre las peripecias de ese detective -y alguno más que no tiene al Conde como protagonista principal-, los he recomendado a los amigos más cercanos y los he regalado en algunas ocasiones.

Tengo en alta estima la capacidad de Padura para relatar historias de forma atractiva y seductora, para entretener a los lectores como pocos autores de novela negra, para dar credibilidad y profundidad a un personaje que posiblemente ya se haya vuelto emblemático para una hueste de fieles seguidores.

El año pasado tuve la oportunidad de conocer a Padura en la Feria del Libro de Madrid. Me acerqué a la caseta donde firmaba libros y, en un alarde de impudicia un poco adolescente, le confesé que yo era uno de esos fieles seguidores de su detective Mario Conde. De repente se le dibujó una sonrisa elocuente en la cara, amable y tímida al mismo tiempo, como si no terminara de creerse que sus libros podían provocar ese tipo de entusiasmo entre los lectores.

En la primera página de "Herejes", su último libro publicado en aquel momento, me escribió una dedicatoria cuyo final reza “con el abrazo del Conde, y otro de Padura”. Imagino que no hace falta decir que conservo este libro en un lugar preferente de mis estanterías. Y que me alegro mucho de que le hayan concedido el Premio Princesa de Asturias de Humanidades de este año.

Hace algún tiempo le dediqué este artículo en mi blog, que vuelvo a compartir a modo de homenaje.]







«(…) está muy bien aquello de comenzar en franca improvisación de instrumentos en medio de tanta vida pautada por algún gran maestro que apenas da márgenes para intentar cualquier variación.»
Leonardo Padura, Vientos de cuaresma


Ocurre que algunas veces uno no tiene el cuerpo para enfrentarse con demasiados imperativos categóricos, ni con la levedad del ser, ni siquiera para reinventarse a partir de metáforas sutiles y enigmáticas, sino que tan sólo tiene cuerpo para sentarse en el mullido sofá del salón con una manta por encima, poner en la cadena de música algo de jazz, quizás ese disco que grabaron al alimón Ella Fitzgerald y Louis Armtrong, o un recopilatorio de Billie Hollyday, o las notas melancólicas del piano de Chick Corea y dejarse enredar por la trama envolvente de una novela negra.

Supongo que algo así es lo quería expresar Ángel González cuando escribió «Ayer fue miércoles toda la mañana. / Por la tarde cambió: / se puso casi lunes, / la tristeza invadió los corazones / y hubo un claro / movimiento de pánico hacia los / tranvías / que llevan los bañistas hasta el río», pero llevado al ámbito de los estados de ánimos y las lecturas que acarrean.

Suele decirse que hay un libro para cada momento, del mismo modo que hay diferentes etapas que cada uno va recorriendo como lector. Hay épocas en las que apetece sumergirse en los laberintos de la literatura filosófica -Borges o Camus, por ejemplo-; otras en las que nos dejamos arañar por el suave tacto de los versos -Ángel González, José Emilio Pacheco o Fernando Pessoa, por citar algunos-; y otras en las que nos negamos a abandonar las páginas de una novela que nos agarre por el cuello y no nos deje respirar.

A menudo la curiosidad nos persuade para investigar caminos intransitados hasta ese momento, como si fuésemos aquellos exploradores en busca de tierras vírgenes, o caminantes que anhelan nuevos senderos para pasear en interminables tardes de nostalgia.

Últimamente, por ejemplo, esa misma curiosidad me ha llevado a descubrir la novela negra escrita al otro lado del Atlántico. El escritor cubano Leonardo Padura es autor de una serie protagonizada por el detective Mario Conde. El Conde, como lo llaman sus compañeros de trabajo y amigos íntimos, es un policía de mediana edad, descreído y fracasado, que venera a Hemingway y que sueña con convertirse algún día en escritor. Pero mientras espera que ese sueño se convierta en realidad, se dedica a resolver enigmas y entuertos siempre relacionados con algún escabroso asesinato.

Uno no puede dejar de sentirse identificado con su insobornable melancolía, su sentido casi mafioso de la amistad, su mala fortuna con las mujeres de las que se enamora perdidamente y su sentido trágico de la existencia. Por eso, entre las páginas de las aventuras protagonizadas por él, podemos encontrar frases como «la vida es una equivocación, y lo más triste es, pensaba el Conde que ella podía decir, que nadie puede cambiarla».

Y también aparece La Habana como un personaje más de la trama, como una amante despechada en sus horas más bajas, «desfachatada, a veces cursi y siempre melancólica en la distancia del recuerdo no vivido», una ciudad que «sólo se ofrece a los que pagan con angustia y dolor, y ni aun así se da toda, ni aun así entrega la última intimidad de sus entrañas», tan decrépita y carcomida por la corrosión del tiempo como las almas tristes y solitarias que la habitan.

El detective Mario Conde sueña con escribir algún día un libro sobre el vacío de la existencia. No sobre la muerte, el fracaso o la decepción. Sólo sobre el vacío. Pero mientras se cumple su sueño, debe aprender a conciliarse con la hiel de su propia melancolía.


[Artículo incluido en el libro Ninguna tregua al olvido, Eutelequia, 2014]

Comentarios

  1. Al hilo de este artículo http://blogs.elpais.com/elemental/2013/03/sabroso-montalbano.html

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