Como una música lejana pero reconocible (2ª parte)



«Lo inaplazable, lo primordial, es la línea, la frase, el párrafo que uno escribe, que se convierte así en el depositario de nuestro ser.»
Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas


Quizás por eso, por haberlos encontrado tardíamente, cuando nada hacía sospechar el gozo de estos descubrimientos inesperados, uno los lee y los relee con fruición, escribe copiosas anotaciones en sus márgenes, los reseña casi con la reverencia y la devoción con las que se habla de lo sagrado, y subraya con prodigalidad sus páginas, que empiezan a desgastarse, a ponerse amarillentas de tanto uso.

Hay además algo de secreta satisfacción, de alegría espontánea e inocente, de felicidad gozosa, por disfrutar de esos libros caprichosos que no suelen gozar del favor de los editores, ni son demasiado conocidos por el público, por considerarse una especie de anomalía en la trayectoria de sus creadores.

A pesar de no ser un autor todavía hoy muy conocido, a Julio Ramón Ribeyro se le estima por sus relatos cortos, hasta el punto de ser considerado uno de los cuentistas más importantes de la literatura hispanoamericana. De Fernando Pessoa, sobre todo, se aprecia su poesía destilada a través de la invención de sus incontables heterónimos.

Si uno se para a pensarlo detenidamente, son libros que en realidad no tienen ningún elemento excéntrico o demasiado vanguardista. Lo atractivo, lo sugerente, lo singular en ellos es que su engañosa simplicidad esconde el secreto mejor guardado, el más imprescindible, de la literatura: elevar la esfera íntima de la subjetividad a la categoría de una universalidad compartida por los lectores, que no pueden evitar sentirse reflejados en ellos. Algo en apariencia tan fácil y asequible y, sin embargo, tan complicado.

Demasiado encorsetados en lo que nos enseñaban en las clases de literatura, que todo texto debía tener un tratamiento legible y con sentido, -es decir, una introducción, un desarrollo y una conclusión-, por el contrario, estos libros nos permiten acercarnos a ellos con la falta de rigor de un lector anárquico, con un sano hedonismo, con la gula propia de los entusiastas de la literatura: nos permiten abrirlos por cualquiera de sus páginas y comenzar a leer sin ningún tipo de constancia ni de esfuerzo, sin necesidad de emplear algún método.

Uno abre El libro del desasosiego por una página cualquiera y se encuentra con el siguiente párrafo: “Pedí tan poco a la vida y ese mismo poco la vida me lo negó. Un haz de parte de sol, un campo próximo, un poco de sosiego con un poco de pan, no pesarme mucho el saber que existo, y no exigir nada de los otros ni ellos nada de mí”, y al terminar de leerlo se pregunta qué es lo que se cruza por la mente del poeta para conseguir semejantes cotas de perfección, para llegar a aprehender tan magistralmente la belleza, para desentrañar los misterios en los que se confunden lo etéreo con lo sublime.

Uno elige al azar un párrafo de La tentación del fracaso y lee: “Seres imperfectos viviendo en un mundo imperfecto, estamos condenados a encontrar sólo migajas de felicidad”, y no puede evitar una gozosa sensación de cercanía, de semejanza, de afinidad con lo leído, como si hubiese encontrado algo perdido desde hacía mucho tiempo sin saberlo, como una música lejana pero reconocible por nuestra memoria defectuosa que, tras infructuosos esfuerzos, por fin logra identificar la imagen borrosa de un recuerdo.

Uno avanza sin distracción en la lectura, con un ensimismamiento autárquico y abnegado, con el entusiasmo de un niño que disfruta con un juguete nuevo. Y únicamente siente una pequeña sombra de tristeza al comprobar las escasas páginas que quedan para terminar el libro.

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