La importancia de tirar a la papelera



«Repaso unos cuadernos viejos antes de tirarlos. Casi todo lo que apunté en ellos me parece ahora demasiado patético, ingenuo. Vulgares arrebatos del momento. Lo que me parecerá esto que escribo ahora dentro de diez años.»
Iñaki Uriarte, Diarios 1999-2003


Uno está cada vez más persuadido de afirmar sin temor a equivocarse que es igual de importante lo que se termina de escribir -si es que eso llega a producirse en algún momento-, como aquello que se decide tirar a la papelera, o incluso lo que yace en el fondo de los cajones del escritorio, momentáneamente olvidado y excluido, en una estricta cuarentena, sometido a un confinamiento indefinido.

A menudo a uno se le cae el alma a los pies cuando lee textos propios y ajenos que adolecen de un exceso de precipitación, y tiene esa sensación tan incómoda de que esos mismos textos podían haber dicho lo mismo pero de forma más clara y concisa, incluso de una manera más estética, utilizando un menor número de palabras que hubiese mejorado considerablemente el resultado final.

Con los textos propios ocurre que uno tiene a menudo la tentación de condenarlo todo a la purificación de las llamas, sea un manuscrito entero que ya parecía algo casi definitivo, sea un artículo corto que de repente precisa una notable rectificación desde el principio.

Rescatas del cajón un texto que escribiste hace algún tiempo -antes de revisarlo siempre es recomendable dejarlo en la “nevera”- y no puedes evitar la impresión desoladora de que podías haber hecho algo más decente y acabado con él, que no consiguiste exprimir lo suficiente la veta que el tema te ofrecía, la estimulante posibilidad de encontrar las palabras si no exactas, al menos las más adecuadas, para expresar el caudal de ideas que se te desbordaba de la cabeza.

Los que nos dedicamos a aporrear teclas sentimos con frecuencia la culpabilidad lacerante de no tirar lo suficiente a la papelera, seguramente por una estúpida solidaridad con el esfuerzo empleado en emborronar páginas, si no dignas de elogio, al menos sí legibles.

En ese momento de decepción, aunque cueste desprenderse del trabajo y del esfuerzo invertido, se impone la tarea de empezar de nuevo, como una especie de Ave Fénix que renace de sus propias cenizas, pero esta vez con una técnica mucho más depurada y precisa, como la de un cirujano al que no le temblase el pulso a la hora de cercenar lo prescindible, de mutilar lo innecesario, de extirpar del texto las impurezas y las imperfecciones, las obviedades y los lugares comunes, las consabidas erratas, las redundancias insidiosas, para que la prosa consiga fluir como si fuese la corriente mansa y sin interrupciones de un río.

Puede que haya que perder definitivamente el miedo a la papelera, siempre expectante debajo de la mesa, dispuesta a engullir golosamente todo el papel emborronado con el que le obsequien, y también el miedo a empezar de nuevo la tarea, desde el principio si hiciera falta, con las ideas consolidadas, con la lección aprendida, con el ánimo renovado por el hábito del trabajo adquirido y con la esperanza intacta en el resultado final.

Borges solía afirmar que el mejor consejo que le regaló su padre cuando se enteró de que su hijo iba a dedicarse a la literatura, una vocación frustrada para él, es que escribiese mucho y publicase poco, y que tirase una cantidad aún mayor a la papelera.

Al fin y al cabo, como decía Parménides, nada surge de la nada, y quizás haya que aprender a desprenderse de viejos lastres para poder crear algo nuevo y más interesante.



Comentarios

  1. Respuestas
    1. La verdad es que no. A tope: no hay nada como poder dedicar todo el día a aquello que te gusta. En el artículo no hacía más que expresar una obviedad, que a menudo se nos olvida a los que nos dedicamos a emborronar páginas en blanco. De hecho, lo escribí hace algunos meses, pero no lo había publicado hasta este momento. Un abrazo!!!

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