Algo tan inesperado como Elvira Lindo (2ª parte)



«Siempre temo no ir al fondo de un oficio o de mis aficiones, sobrevolar por todos ellos por pereza o por miedo al verdadero compromiso o a no valer realmente para nada.»
Elvira Lindo, Noches sin dormir (Último invierno en Nueva York)


Lo que me queda por vivir es una novela de corte intimista en la que una madre reconstruye la encrucijada de azares, no exenta de zonas oscuras y de remordimientos, en la que se ha convertido su vida. A la naturalidad y a la amenidad de su prosa, dos de los atributos que Elvira Lindo ha conseguido convertir en una especie de sello personal, se les une la complejidad existencial y la profundidad psicológica con las que consigue retratar a sus personajes, un aspecto de su obra que no conocía hasta este momento.

Además de su prodigiosa capacidad para introducir rasgos de humor que suavizan los aspectos más trágicos o más sórdidos de la narración, otra de las virtudes de su estilo es la facilidad que tiene para insertar diálogos atractivos y veloces en medio de la trama, una habilidad seguramente adquirida y afinada gracias a su labor como guionista de cine.

Junto con su admirable destreza para describir no solo las profundidades abismales del alma humana, con sus luces y sus sombras, resulta envidiable su maestría para reconstruir el ambiente de una época -en este caso, el Madrid de los ochenta: el del distanciamiento del franquismo, el del ascenso laboral de la clase media, el de la “Movida” y también el de la droga-, que describe con la pincelada fina de un paisajista, adornado con todo lujo de detalles, con abundantes apuntes sociológicos.

Al hilo de la lectura de esta novela, me he preguntado sobre la escasa o nula importancia que suele concederse al universo femenino en el ámbito de la literatura, algo que no suele nombrarse en los suplementos culturales si no es para pasar tangencialmente por él, en el mejor de los casos, o para tratarlo en un tono de desconsideración o directamente de menosprecio, en el peor de ellos.

Tengo para mí que la crítica literaria sigue teniendo -para su propia depauperación- fuertes prejuicios patriarcales demasiados arraigados en el seno de nuestra sociedad; que de forma muy escasa e inusual se valora convenientemente la literatura escrita por mujeres; y que no se llega a reconocer lo suficiente los logros de nuestras escritoras más importantes, al menos no con la rotundidad y la insistencia con la que suele hacerse con sus homólogos masculinos.

En el caso particular de Elvira Lindo, creo que a la circunstancia azarosa de ser una mujer en medio de un ambiente que todavía arrastra pesados sesgos machistas, se le une la confluencia de otras consideraciones que probablemente hayan perjudicado su valoración como una de las escritoras más originales en la actualidad y, por ende, le hayan escamoteado el lugar que le corresponde por derecho propio en el panorama narrativo.

Me estoy refiriendo a aspectos de su amplia trayectoria profesional, que -ay, casualidades de la vida- suelen ser considerados tradicionalmente como poco “serios” por el establishment literario, como por ejemplo su trabajo como locutora de radio durante muchos años, sus colaboraciones en el ámbito del cine como guionista de películas y, sobre todo, su enorme éxito comercial y de público gracias a la creación de ese personaje infantil llamado Manolito Gafotas. Eso por no mencionar lo que debe suponer ser la esposa de un escritor de la talla de Antonio Muñoz Molina, en una sociedad como la nuestra, con esa tendencia tan acusada a los prejuicios gratuitos.

Aspectos que podrían parecer más bien sutiles y aparentemente inocuos, nombrados como algo circunstancial o anecdótico, en muchas ocasiones casi como algo periférico, pero que sumados todos a la vez, es de temer que sean más determinantes a la hora de ponderar la calidad de su obra literaria que aquellos que realmente son los que se deberían tener en cuenta. Algo que resulta una injustificable falta y un agravio imperdonable.




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