Vociferantes con muy mala baba

«Y sin embargo, parece haber algo malhadado y siniestro en el carácter de los españoles, que aflora antes o después. No en el de todos, por supuesto, pero sí en el de una considerable cantidad de ellos que además arman más ruido que los luminosos, tal vez porque su número sea mayor, tal vez porque lo que los mueve a la palabra y a la acción es el enfado, la insatisfacción y el resentimiento, mucho más que el contento y la aprobación.»
Javier Marías, Tiempos ridículos


La escena es conocida de sobra y suele repetirse casi con precisión milimétrica. Un día normal abres por las páginas de opinión un periódico cualquiera, uno entre tantos otros disponibles en las cafeterías y en los quioscos, y te encuentras con un buen número de artículos firmados por una caterva de columnistas “oficiales” que no dudan en adornar sus textos con opiniones tan incuestionables como terminantes, con calculados disparos a diestro y siniestro o con exabruptos malintencionados.

Y eso en el mejor de los casos, porque en el peor de ellos te encuentras directamente con un tropel de improperios soeces y desagradables, de desacreditaciones personales o de insultos gratuitos: “que si fulano es un tramposo y un ladrón que no se merece lo que ha conseguido en la vida”; “que si el éxito de mengano se debe a sus malas mañas o a sus oscuros contactos”; “que si aquella es una bruja insoportable que no sabe cantar o actuar o mandar o bailar”; “que si los amantes de la otra pueden contarse por decenas o incluso por centenas”; “que si aquel afamado director de cine realiza esa bazofia porque se le han agotado las musas” o “que si aquella escritora reputada escribe ese bodrio infumable porque se le acumulan las deudas”.

Hubo un tiempo en el que a todo esto se lo consideraba simples maledicencias, cuando no majaderías truculentas de quien las profería, y más que a la persona aludida, solía desautorizar a quien las afirmaba -sobre todo si lo hacía sin un fundamento sólido, sólo por incordiar o por enturbiar el ambiente o por hacerse el gracioso-, pero en la actualidad este tipo de lenguaje grueso y obsceno parece haberse convertido en la moneda habitual de los medios de comunicación, y no sólo de los que se dedican a la denominada “prensa amarilla” o “del corazón”.

El tono de esos vociferantes ha llegado a un nivel de decibelios, de crispación constante, de acritud ante todo lo que les rodea, que lo extraño es encontrar a alguien que haga una crítica bienintencionada de algún acontecimiento cultural, o de un libro recién publicado, o una película que se acaba de estrenar, como igual de insólito es contemplar a dos personas defendiendo cada uno su forma de pensar sin menospreciar o denigrar las opiniones de su interlocutor.

Incluso el vocabulario para referirse a la confrontación de diferentes puntos de vista parece haberse contaminado de expresiones con claras alusiones beligerantes, de tal forma que hoy ya no se dialoga ni se discute, sino que se disputa acaloradamente y con vehemencia, a veces hasta la extenuación, y con la única intención de “ganar” al oponente, no de llegar a un entendimiento con él. Tampoco hay contertulios o compañeros de debate, sino rivales, adversarios o contendientes que rivalizan y compiten entre sí, como si fuesen púgiles que se suben a un cuadrilátero a pelear por el título. Y hasta los asuntos que nos conciernen a todos se dirimen en la “arena” política, como si nuestros representantes públicos no fuesen delegados de la voluntad de la mayoría, sino gladiadores que salen a la plaza a matarse unos a otros mientras son jaleados por una muchedumbre enfebrecida.

Por si esto fuera poco, los que se niegan a utilizar ese lenguaje áspero y altisonante, esas artimañas para ganar publicidad, esas maneras chulescas de matón de barrio, suelen ser acusados por aquellos vociferantes rabiosos de una tibieza insulsa y amanerada -como si los insultos y las imprecaciones tuviesen más fuerza o valor que las razones bien argumentadas-, y lo que es aún peor, de falta de compromiso -como si no existiese otra opción que la disyunción excluyente: el tristemente famoso “o estás conmigo o contra mí”-, o de sospechosa imparcialidad -como si uno estuviese obligado a elegir siempre y sin remedio uno de los bandos enfrentados.

Cada vez es más difícil encontrar la opinión mesurada y respetuosa, la exposición coherente y bien articulada, la actitud prudente y responsable del que intuye o sabe que la verdad no es un privilegio de nadie, sino una indagación constante cuyo mandato principal es la necesidad de cuestionarse permanentemente a sí misma.

Decía Gadamer que una de las enseñanzas más importantes de la hermenéutica consiste en el hecho de aceptar que nuestros presupuestos de partida pueden estar equivocados, que podemos estar instalados en el error sin llegar a darnos cuenta ni siquiera de ello, y que el Otro puede tener más y mejores razones que nosotros.

Unos principios básicos de la convivencia pacífica, del civismo conciliador, de las condiciones de posibilidad del diálogo entre aquellos que piensan de una manera diferente pero que están condenados a entenderse. Algo que parecen haber olvidado aquellos vociferantes con muy mala baba que a menudo contaminan los canales de información con tanto ruido de fondo.


Comentarios

  1. No sé ni como he llegado hasta aquí pero... ha sido impresionante.
    Impresionante porque todo lo relatado aquí es cierto.
    Ya no se dialoga, ni se intercambian opiniones. Los debates han pasado a convertirse en una especie de duelo para ver quien impone su opinión sobre el otro, incluyendo palabras malsonantes, para que sea todo más "intenso". Una lástima. A los que les gusta debatir en condiciones, así pierden el interés.
    Lo dicho, un artículo muy bueno. Me quedaré por aquí :)
    Saludos.
    Faina.

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    1. Encantado de tenerte por aquí, Faina. Y de que te guste un artículo como este. Intento colgar un artículo nuevo cada semana, pero lo cierto es que va por temporadas. Un saludo y espero que te animes a seguir comentando. Resulta muy grato tener la impresión de los lectores sobres tus textos.

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  2. ¿No crees, Rubén, que lo que describes en tu artículo está en la naturaleza humana y que hoy en día no es que haya aumentado cuantitativamente sino que ha invadido los canales más populares de difusión?. Yo quiero pensar que es así y que, poco a poco, vamos logrando que, a través de la educación en la que creemos la mayoría de los profesores, disminuya?. Y si no lo crees así, no me saques del error. Déjame seguir en el limbo.

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  3. Seguramente es así, y los medios de comunicación no han hecho mas que amplificarlo. Pero es que ya está uno muy cansado del mismo ruido... La educación académica hace lo que puede, pero la educación es siempre un concepto más amplio. Y ahí está el debate más encarnizado. Saludos.

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