Libros inacabados e inacabables (1ª parte)



«Y yo, a quien mi espíritu de autocrítica no me permite sino ver los defectos, los fallos, yo, que no me atrevo a escribir más que fragmentos, trozos, extractos de lo inexistente, yo mismo, en lo poco que escribo, soy imperfecto también. Más valiera, pues, o la obra completa, aunque mala, porque al fin y al cabo es obra; o la ausencia de palabras, el silencio absoluto del alma que se reconoce incapaz de actuar.»
Fernando Pessoa, Libro del desasosiego

Puede que por falta de constancia, por esa tendencia un tanto enfermiza a cambiar continuamente de lectura, o por pura distracción, uno siente una inclinación especial por esos libros que se resisten a tener unidad definitiva, compuestos por textos fragmentarios y disímiles, a veces hasta un poco incoherentes, pero que consiguieron salvarse milagrosamente del abismo del tiempo. Si se piensa detenidamente, se trata de textos que tuvieron muchas probabilidades de no llegar nunca hasta nuestras manos.

Aunque posteriormente se hayan convertido en clásicos estudiados y, en algunos casos, incluso muy divulgados entre los lectores, no deja de sorprender que en su momento fueron textos concebidos al margen de cualquier tipo de academicismo -seguramente porque sus autores huían pavorosamente de cualquier tipo de fosilización-, alejados de la ortodoxia y de los cánones al uso, condenados de antemano a los círculos más herméticos e inaccesibles, en el mejor de los casos, o directamente al más ominoso ostracismo, en el peor de ellos.

En el ámbito de la filosofía, lo más parecido a esto podemos encontrarlo en casi todo lo que escribió Nietzsche; en la ecléctica y miscelánea obra de Walter Benjamin, cuyo destino más habitual fue alimentar las piras funerarias que organizaban los nazis para su propia delectación y estulticia; en el Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas, que trató de rebatir con todas sus fuerzas las tesis de su primera etapa, las del Wittgenstein del Tractatus logico-philosophicus; en el último Heidegger, al que le gustaba experimentar con las agudezas expresivas de la poesía, algo que escandalizaba y horrorizaba a partes iguales a sus colegas de la corriente analítica del lenguaje.

En el terreno de la literatura, los diarios de Julio Ramón Ribeyro, agrupados en el título genérico de La tentación del fracaso, constituyen un buen ejemplo de esos libros de difícil catalogación, de estructura asimétrica, de cualidades conjeturales, pero que contienen un propósito de autenticidad que resulta muy difícil de encontrar en estos tiempos: una desnudez cruda y delicada al mismo tiempo, un principio de embriaguez y de aturdimiento que los lectores son capaces de identificar inmediatamente, igual que consiguen reconocerse sin esfuerzo los miembros de una secta secreta.

Son libros inacabados porque uno tiene la sensación de que su final siempre llega demasiado pronto, que podían haberse añadido más capítulos a lo anterior sin estropicio ni desmejora del conjunto. Y son inacabables, porque después de haber acabado la primera lectura, la más tradicional y ordenada, la que va desde la primera página hasta la última, esos libros permiten nuevas y jugosas relecturas, en cualquier orden incluso, que se superponen a las anteriores como las diferentes capas geológicas de una montaña, o como los anillos que se dibujan en el corte transversal de la madera.

Después de haber llegado al final, hay una golosa satisfacción en el acto de abrir de nuevo esos libros por cualquiera de sus páginas y volver a leer lo que ya se había leído, pero esta vez de otra forma, sin dejarse llevar por la ansiedad del acabamiento, sino deleitándonos en cada uno de sus párrafos con la curiosidad y la paciencia de un enólogo.

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