El divorcio perpetuo



«Hay siempre algo inquietante, a la vez extraño y familiar, en la imagen abstraída de alguien que lee, una misteriosa intensidad que la literatura ha fijado muchas veces. El sujeto se ha aislado, parece cortado de lo real.»
Ricardo Piglia, El último lector

Vaya por delante que uno siempre ha sido un firme defensor de la crítica literaria y que, además, está profundamente convencido de que esta debería ocupar un lugar prominente dentro del periodismo cultural.

Dejando a un lado los intereses de los distintos sectores editoriales, los lectores tendrían que reconocer que, sin la formidable tarea de los críticos literarios, sería muy difícil tener una mínima orientación en medio de la inconmensurable selva de novedades que se publica cada año en un país como España (en torno a 80.000 títulos solo el año pasado).

Sin embargo, es un hecho consabido que este gremio no suele disfrutar del favor del público, en general; y mucho menos de los creadores literarios, en particular. Antes bien, a los críticos se les suele representar como individuos avinagrados que saltan a la mínima, cuando no directamente iracundos e irascibles, con unos estándares estéticos extremadamente sensibles y elitistas.

Puede que una de las razones de esta antipatía generalizada haya que buscarla en el desprecio desconsiderado que muchos críticos -no todos, es verdad- suelen mostrar hacia aquello que a otros cuesta tanto trabajo, en lo que se ha puesto tanta ilusión y esperanza a lo largo de tanto tiempo, incluso de muchos años.

Y puede que también tenga algo que ver el estilo desapasionado y árido que en algunas ocasiones utilizan para referirse a sus lecturas, con un lenguaje más cercano a un informe médico o un acta notarial que al de un lector experimentado. Eso por no mencionar el tono ininteligible, heredado de la peor tradición literaria que identifica lo complicado y lo hermético con lo elevado, con el que a menudo adornan algunas reseñas.

Dentro de esta tendencia autodestructiva, que tanto separa a la crítica de los lectores, me parece encontrar una excepción a la norma en los comentarios que realizan los escritores sobre sus lecturas -me refiero a escritores que no se dedican profesionalmente a la crítica literaria-, sobre aquellos libros que les han llamado la atención o que han dejado algún tipo de huella en ellos.

Puede que representen una excepción a la regla porque esas reseñas de escritores tienen algo que cada vez es más difícil de encontrar en la crítica literaria, ensimismada como suele estar en una especie de resentimiento visceral, en la pura negatividad o en la altanería. Se trata del puro placer de la lectura: una cierta reverencia, un entusiasmo contagioso, una gozosa devoción por lo que se ha disfrutado leyendo.

Cuando los escritores describen sus experiencias, lo hacen sin propaganda ni proselitismo, compartiendo sus hallazgos con otros lectores probables, con el convencimiento de que la lectura de un libro, cuando se realiza con autenticidad y no por rutina o por mera obligación profesional, es algo que no puede dejar indiferente al que la experimenta.

Decía Ricardo Piglia -un excelente escritor y crítico literario- que “un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe confusamente. En la clínica del arte de leer, no siempre el que tiene mejor vista lee mejor.” Se suele olvidar que detrás de cada lectura hay algo extraño y conmovedor, una especie de mística pagana que celebran todos los lectores como una experiencia singularizadora. Algo de lo que parece haberse desentendido la crítica.

Comentarios