Animales narrativos



«¿Por qué nos dedicamos a escribir después de todo? Se nos da por ahí ¿a causa de qué? Bien, porque antes hemos leído… No importa, desde luego la causa, importan las consecuencias.»
Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación

Como animales narrativos que somos, nos pasamos el día creando y contándonos historias: historias de lo que nos pasa cotidianamente a nosotros o sobre lo que les ocurre a los demás; historias de pueblos enteros que buscan identidades a través de sus avatares; historias de lo que aconteció en el pasado, de lo que sucede en el presente inmediato, de lo que puede que ocurra en el futuro.

Hay historias que se ven en las películas; que se leen en los periódicos todos los días; que se estudian en los manuales de los colegios. Hay historias fieles a la realidad, como las que contienen las actas notariales y los extractos del banco; o historias con un decidido afán de verosimilitud, como las que cuentan las novelas.

Un diario personal no es más que una historia narrada a retazos que trata de explicar el laberinto que somos cada uno de nosotros. Ni siquiera la ciencia puede desligarse de este afán narrativo en su aspiración de construir una cierta imagen del mundo. Incluso hay historias que no entendemos o que nos esforzamos en desentrañar, como las que aparecen en el lenguaje descabellado de los sueños.

Todas son historias que tratan de comprender la experiencia humana, de reducirla para poder asimilarla, de distorsionarla o incluso de fabricarla, de recordarla, de imaginarla.

Puede que lo único que hayamos hecho los seres humanos a lo largo de los siglos es perpetuar aquel rito ancestral en el que un homínido decidió compartir sus historias con los otros miembros de su tribu, quizás una noche muy clara de Luna llena, todos sentados en torno a un fuego que les tranquilizaba y les protegía de los animales salvajes.

El lenguaje escrito apareció mucho después de este primer acto inaugural para proporcionar un sentido de permanencia a aquello que, de manera un tanto intuitiva y primaria, la humanidad ya sentía como una más de sus necesidades vitales, acaso una tan importante como el apremio de alimentarse y buscar refugio y reproducirse.

Algo tan sencillo y al mismo tiempo tan inalcanzable para el resto de los animales, que no pueden salir de su repertorio cíclico de instintos naturales, ni separarse de las necesidades dictaminadas por su código genético, ni alterar las leyes de la naturaleza en las que su existencia se encuentra acoplada.

Nada que ver con lo humano, cuya existencia más genuina empieza justo donde termina la mera satisfacción de sus necesidades vitales: del instinto de alimentación, el ser humano inventó la gastronomía; de la urgencia reproductiva, concibió el erotismo; del apremio de buscar un refugio para protegerse ante las inclemencias del tiempo, creó la arquitectura.

Inconformista por antonomasia, solo en parte ajustado al medio en el que vive, el ser humano -un “centauro ontológico”, según Ortega-, ha conseguido transformar los diferentes entornos naturales que existen para adaptarlo a sus necesidades. Debido a su inicial situación de indigencia biológica, pone en marcha su raciocinio y su imaginación para que haya algo donde antes no había nada: es un “animal técnico” que no se conforma con lo que le brinda la naturaleza y siempre quiere ir más allá de lo que es. El hecho extraordinario de narrar historias es un eslabón más del estadio evolutivo que convierte al ser humano en un ser único y excepcional.

Puede que no fuesen más que narraciones de cosmogonías maravillosas y de mitologías legendarias, excesivamente primarias y toscas, pero aquellas historias que contaban los narradores de la tribu a sus compañeros al calor del fuego, en noches muy claras de Luna llena, ya contenían la audacia de las historias que vendrían después.

De alguna manera, en esas historias siempre hay un propósito de perennidad que conmueve por la insensatez de su empeño. Fugaces y sutiles, como el suave aleteo de una mariposa, todas tratan de perdurar más allá de su mera condición de fantasmas.


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