El blog que Cortázar nunca escribió



«El niño nunca ha muerto en mí y creo que en el fondo no muere en ningún poeta ni en ningún escritor. He conservado siempre una capacidad lúdica muy grande e incluso tengo toda una teoría sobre lo que llamo la gravedad del juego, que no voy a elaborar ahora pero haremos una mención a hasta qué punto el juego es una cosa muy grave, muy importante y que en ciertas circunstancias puede ser muy dramática.»
Julio Cortázar, Clases de Literatura (Berkeley, 1980)


De haber vivido en esta época de apogeo de internet, tengo para mí que Julio Cortázar hubiese sido un magnífico bloguero. Así lo señala su predilección por los textos cortos y sorprendentes, de temática libre, con numerosos juegos de lenguaje, su acentuado sentido del humor y sus cercanos guiños al lector. Buena parte de esos textos tienen las condiciones idóneas para figurar en un blog singular y atractivo.

Cortázar nunca ocultó esa predilección suya por los textos creados a partir del juego literario, que llegan a alcanzar una importancia crucial a lo largo de su trayectoria. En sus clases de literatura impartidas en Berkeley en 1980, a propósito de una pregunta que le hace un alumno acerca de sus cuentos, señala lo siguiente: “Toda esa especie de pequeños textos son mi gran juego personal, mis juegos de niño-adulto-escritor o adulto-niño-escritor”.

Sin ir más lejos, pensemos por ejemplo en las características de esa maravillosa miscelánea de textos que es Historias de cronopios y de famas, por citar solo uno de sus libros más emblemáticos.

Brevedad. La mayoría de esos textos apenas sobrepasan una página; a veces, incluso, son mucho más cortos. “Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj” consta de un único párrafo de una factura impecable que roza la perfección.

Originalidad. Hasta el punto de perdurar en el imaginario de los lectores con la tenaz persistencia de un tatuaje. Ahí están, por ejemplo, esos personajes inolvidables, los cronopios y los famas y las esperanzas conviviendo alegremente, en una armonía doméstica y pacífica, cada uno con sus peculiaridades y con sus rarezas, (“Los cronopios no son generosos por principio”; “Los famas son buenos y las esperanzas bobas”), como protagonistas cotidianos de la gran novela del mundo que se abre ante nuestros ojos.

¿Quién no ha disfrutado con las peripecias de los cronopios, esos seres diminutos y escurridizos, informales y traviesos, que manifiestan un escaso respeto por el orden y las normas, y que se divierten con las travesuras más inverosímiles? ¿Cómo olvidar las benévolas reprimendas que los famas suelen lanzar a los cronopios, debido a su díscola y reprobable conducta? ¿Quién puede no solidarizarse con la actitud contenida y prudente de las esperanzas?

Amenidad. Son textos extremadamente desenfadados, reacios a cualquier intento de catalogación, que contradicen esa imagen tan habitual del escritor serio y apesadumbrado, reconcentrado en las profundidades de su pensamiento, constantemente obsesionado en agrandar su obra, con la vista siempre puesta en la posteridad.

Alguna vez me he preguntado si esa inclinación cortazariana por este tipo de textos no es más que una respuesta instintiva a su particular rechazo ante las rutinas cotidianas, su decidida apuesta de contemplar la vida como una aventura en la que todo puede pasar desde el momento en que cruzamos nuestra puerta para enfrentarnos al mundo, como él mismo señala al comienzo de su “Manual de instrucciones”.

Con golosa delectación, alternándolo con otros libros, dispuesto a que su lectura se prolongue indefinidamente, voy leyendo desde hace algún tiempo Los autonautas de la cosmopista, el libro que Julio Cortázar escribió al alimón con su pareja de aquel momento, la fotógrafa Carol Dunlop, sobre las impresiones que ambos iban acumulando en un viaje por la autopista que une París con Marsella.

Julio Cortázar y Carol Dunlop, el Lobo y la Osita, embarcados en su vieja furgoneta Wolswagen, la “Fafner”, planean el viaje como si se tratase de una auténtica expedición científica. Dos son las únicas reglas que se imponen a sí mismos: no abandonar nunca la autopista y parar en dos áreas de descanso cada día. Las provisiones para el viaje son adquiridas por ellos mismos en esas áreas de descanso, o son suministradas por algunos amigos incondicionales de la pareja que a veces los visitan.

Los dos autonautas van documentando los pormenores del viaje con la minuciosidad de un expedicionario, sin ahorrarse ningún tipo de detalles. Cada día es una aventura épica de proporciones cervantinas; cada desplazamiento, un nuevo capítulo que relata sus asombrosas peripecias.

Y todo esto aderezado con dos magníficos ingredientes extraídos de la imaginación desbordante de Cortázar: las inoportunas intromisiones de Calac y Polanco, esos dos personajes especialistas en sembrar cizaña, siempre dispuestos a arruinar la tranquilidad de la pareja; y también las cartas ficticias que cada cierto tiempo envía a su hijo una madre extrañada de encontrarse regularmente la taciturna furgoneta aparcada al borde de la autopista.

Leo el libro a pequeños sorbos, para disfrutarlo sin prisas, y me pregunto si esos materiales tan cotidianos y, a la vez, tan literarios, podrían haber formado parte también de ese blog que Cortázar nunca escribió.


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