Manuscritos (1ª parte)



«El hic et nunc del original constituye el contenido de la noción de autenticidad, y sobre esta última se apoya la representación de una tradición que ha transmitido hasta nuestros días ese objeto como idéntico a sí mismo.»
Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproducción mecánica


Leo en el periódico una iniciativa alimentada con la nostalgia de otros tiempos. Consiste en pedirles a ocho escritores que redacten directamente a máquina, o basándose en un texto previo de su puño y letra, una única copia de un cuento que será exhibida durante un mes en el escaparate de una céntrica librería de Santiago de Compostela.

Un ejemplar único e irremplazable que celebra el acto de la escritura, al tiempo que lucha contra la hegemonía indiscutible de lo digital: un anacronismo que inevitablemente suena a quimera romántica.

Creo que el único escritor insigne que ha declarado públicamente su rotunda negativa a tener móvil y, además, su obstinada insistencia en continuar escribiendo con máquinas de escribir (eso sí, electrónicas), es Javier Marías. El resto hizo la transición hace mucho tiempo. Gabriel García Márquez solía decir que, cuando se decidió a sustituir su antigua máquina de escribir por el ordenador, empezó a publicar sus novelas en la mitad de tiempo que en su etapa analógica.

Uno también escuchó durante mucho tiempo el traqueteo acompasado e informe de las máquinas de escribir, pero tengo la impresión de que a los de mi generación nos costó muy poco esfuerzo hacer la transición al ordenador, pues muy pronto nos acostumbramos a las bondades de aquel nuevo artilugio, que no eran pocas comparadas con los obsoletos manuscritos.

Recuerdo cuando una precaria Olympia portátil, de colores negros y blancos, fue sustituida, con gran alborozo de todos los habitantes de la casa, por un complejo y pesado artefacto, que venía a revolucionar las costumbres, a subirnos al carro de la modernidad tecnológica.

El ordenador personal, el famoso pc, era lo último, lo más innovador, lo realmente rompedor: el artefacto de moda que iba a cambiar radicalmente nuestras vidas. Y de hecho, las cambió.

No recuerdo su marca comercial -ni siquiera, que la tuviese-, pero aquel fue uno de los primeros ordenadores que empezaron a comercializarse, o eso nos pareció a nosotros en aquel momento. Venía con la opción de utilizar dos tipos alternativos de disquetes, los de tres y medio, y los de cinco y un cuarto, mucho más lentos y de menor capacidad que aquellos, lo cual ya nos parecía el colmo de la sofisticación.

Tenía una pantalla a la que había que añadirle un filtro contra las radiaciones nocivas para la vista, el sistema operativo “MS-Dos” y el imprescindible “Word Perfect”, versión tal o cual, un procesador de textos arcaico y prehistórico que, comparado con los actuales procesadores de textos, nos provoca una sonrisa indulgente, pero que en aquel entonces nos parecía algo así como la panacea universal.

Recuerdo aquel fondo de pantalla azul marino, con ese toque tan de los años noventa, con su básica lista de comandos, con aquella barra de tareas tan elemental, con la parpadeante rayita horizontal del cursor, intermitente como la luz de un faro, esperando a que las letras empezaran a aparecer tras de sí en la pantalla.

Con demasiada facilidad se nos olvida que no hace tanto de aquello, aunque parezca que hayan pasado miles de años. Aquella revolución informática se impuso con la fuerza de lo ineludible y en poco tiempo acabó con el reinado efímero de las máquinas de escribir.

Y por supuesto, acabó para siempre con los manuscritos y con los textos mecanografiados, relegados a su nueva condición de reliquias históricas. Y también acabó con el ímprobo trabajo de pasar todo a limpio las veces que hiciera falta, hasta que todo aquel maremágnum, tachado y anotado innumerables veces, se convirtiese en un texto mínimamente legible.






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