La era de las interrupciones (1ª parte)



«Hay siempre algo inquietante, a la vez extraño y familiar, en la imagen abstraída de alguien que lee, una misteriosa intensidad que la literatura ha fijado muchas veces. El sujeto se ha aislado, parece cortado de lo real.»
Ricardo Piglia, El último lector

En una época como la nuestra, con esa tendencia exacerbada y un tanto esquizoide a la hiperactividad nerviosa, a la sobreabundancia imparable de novedades, al exceso indiscriminado de estimulación a todas horas y en todos los lugares, parecen haberse instalado en nuestras vidas de una manera más bien acrítica las odiosas interrupciones.

En alguna ocasión creo haber leído esta clase de argumentos en ciertos artículos dominicales de Javier Marías. Y también lo leí en una entrevista que en su momento le hicieron a Ricardo Piglia en la revista “Letras Libres”, a propósito de la publicación en España de su novela Blanco nocturno: uno de los problemas más acuciantes de las sociedades contemporáneas es el de las desagradables interrupciones, las constantes perturbaciones de la tranquilidad, las dificultades externas con las que a menudo uno se encuentra a la hora de enfrentar cualquier tipo de tarea.

En la actualidad resulta bastante complicado, por no decir casi imposible en determinadas situaciones, encontrar el momento oportuno del día para llevar a cabo las tareas que hemos de realizar, sin ser interrumpidos traicioneramente por alguna urgencia que resulta impostergable o por algún imprevisto que no admite dilación. No digamos si esas actividades requieren unas dosis mínimas de concentración, de sosiego y de silencio, como de hecho ocurre en el caso de entregarse al acto de leer o de escribir.

Y es que cada vez es más difícil encontrar espacios de tranquilidad, de pura haraganería creativa o de calma sosegada y productiva, que desde hace un tiempo se nos antojan paradisíacos y jubilosos por ser tan inusuales, extremadamente valiosos, debido a esa inclinación tan enfermiza a ocupar la mayor parte de nuestro tiempo con innumerables actividades.

Como si esto fuera poco, para colmo de males, las nuevas tecnologías han contribuido en gran medida a agudizar aún más esta tendencia. La consigna generalizada parece ser la de estar permanentemente “enchufados” o “conectados” o “enlazados” a la múltiple oferta que ofrece internet a través de los omnipresentes móviles, que se han convertido en un apéndice más de nuestro cuerpo sin el que ya no sabemos vivir.

En la actualidad no resulta nada extraño observar esas pálidas fosforescencias tan insidiosas que desprenden las pantallas de los móviles -cada vez más grandes y llamativas, por cierto- en todos los actos y los acontecimientos, y uno se las encuentra hasta en aquellos espacios que se suponen más reservados a las injerencias externas, como deberían ser la sala en penumbra de un cine, el patio de butacas de un concierto o la serenidad silenciosa de una biblioteca.

Lo normal, lo común, lo más frecuente ahora es encontrar a alguien escuchando un mensaje de audio, viendo un programa de televisión o echando un vistazo rápido a las redes sociales y al correo electrónico al mismo tiempo que realiza otras tareas que no tienen nada ver con todo lo anterior, incluso en las horas de trabajo, lo que resulta aún más preocupante.



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