Una reflexión nietzscheana sobre la educación (1ª parte)



«Por eso, el auténtico problema de la cultura consistiría en educar a cuantos más hombres “corrientes” posibles, en el sentido en que se llama “corriente” a una moneda. Cuantos más numerosos sean dichos hombres corrientes, tanto más feliz será un pueblo. Y el fin de las escuelas modernas deberá ser precisamente ése: hacer progresar a cada individuo en la medida en que su naturaleza le permite llegar a ser “corriente”, desarrollar a todos los individuos de tal modo, que a partir de su cantidad de conocimiento y de saber obtengan la mayor cantidad posible de felicidad y de ganancia.»
Friedrich Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras instituciones educativas


Un inocente experimento en un aula de 2º de ESO pretende ensayar actividades que estimulen y desarrollen la escritura creativa. Se trata de escribir pequeños relatos de ficción literaria, con la extensión y el formato que prefieran los alumnos, simplemente guiados con unas escasas orientaciones metodológicas.

El resultado de este experimento no puede ser más estimulante y alentador: muchos de los textos no sólo reflejan grandes dosis de talento y de originalidad, sino lo que es aun más importante: manifiestan una motivación a prueba de golpes, una curiosidad insaciable del alumnado.

Cambio de escenario, pero no de lugar. Estamos ahora en un aula de 2º de Bachillerato. Se trata de realizar una valoración personal sobre un filósofo que ya conocen los alumnos, después de varias semanas dedicadas a indagar en su pensamiento.

Dentro de unos límites formales -no más de los que imponen la metodología de la materia y el procedimiento utilizado-, se les concede cierta libertad y autonomía para desarrollar la disertación sobre el tema que ellos prefieran.

Una actividad muy parecida a la anterior que, en esta ocasión, arroja resultados desalentadores: la mayoría de los textos son una colección de lugares comunes como monedas gastadas, de opiniones repetidas hasta la saciedad. Redacciones sin alma ni brillo, en el mejor de los casos; inútiles manuscritos copiados de internet o de otros compañeros, para salir del escollo, en el peor de ellos.

No sin una punzada de desolación ante semejante panorama, uno no puede evitar preguntarse por qué en tan corto intervalo de tiempo -apenas cuatro años de distancia entre ambos niveles educativos-, la motivación y la curiosidad y el talento de muchos alumnos se transforman, de repente, sin motivo aparente, de forma un tanto indolente incluso, en desidia y desmotivación y falta de interés, cuando estos mismos alumnos llegan a los niveles superiores de la educación. ¿Qué les ha pasado por el camino?

Parece que el sistema educativo actual produce a largo plazo justo lo contrario de aquello a lo que se debería aspirar. Quizás esa ristra interminable de exámenes -que en su mayoría sólo son capaces de medir la capacidad memorística-, a los que son sometidos los alumnos durante tantos años de adiestramiento, sólo contribuya a la sumisión ante las normas y los saberes instaurados, a la pasividad y el adocenamiento, cuando no directamente al atontamiento o a la ansiedad ante las calificaciones, en lugar de conducir a la estimulación de la curiosidad, a la realización de las potencialidades que residen en todos los seres humanos.

Puede que la educación haya renunciado en buena medida a la creatividad en aras de un modelo en el que se valora sobre todo la eficacia y el rendimiento productivo -los cánones que imperan en la sociedad actual-, algo que con los años podría tener consecuencias desastrosas para el conjunto de la sociedad.

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