Adiós a Sepúlveda



A Luis Sepúlveda, in memoriam


«No importa el rumbo, la sombra de lo que hicimos y fuimos nos sigue con tenacidad de maldición.»
Luis Sepúlveda, El fin de la historia


Nunca llegué a conocerlo personalmente, y eso que era uno de esos autores que  encabezaba mi lista de «escritores entrevistables», con el que me hubiese gustado tomarme un café y charlar detenidamente sobre cualquier cosa, sobre lo divino y lo humano, por supuesto sobre literatura, contrastando su punto de vista con los envites de la realidad. 

Cada vez que he visitado la Feria del Libro de Madrid, su nombre ha sido uno de los que he buscado con más insistencia entre los horarios de firmas de las casetas de «El Retiro», anhelando un fugaz encuentro, una breve dedicatoria en la primera página de sus libros. 

Tengo para mí que era uno de esos autores que destilan honestidad y sinceridad, muy poco complaciente con las modas  

literarias o con las estrategias de mercadotecnia, algo que empieza a ser muy raro en el mundillo de la literatura. Tampoco era un autor que se prodigase excesivamente en los medios de comunicación.

Por el tono de denuncia y de reivindicación de sus textos, siempre mantuvo una posición crítica respecto a los poderes establecidos, a los gobiernos corruptos y tiránicos (el de Pinochet, sobre todo, que él conocía de cerca), así como su posicionamiento al lado de aquellos se encuentran al margen de la sociedad, de los más desfavorecidos, de los que no tienen voz. 

Sin duda este era el tono más habitual de los artículos que solía publicar en su columna «Carne de blog», alojada en la edición digital de Le Monde Diplomatic, y que alguna vez llegó a recopilar en un libro. 

Creo que a él en absoluto le hubiese disgustado que lo incluyese dentro de esta categoría más moral que literaria, pero que tiene mucha relación con la mirada que vertía en sus textos, la forma de ser y la actitud ante la vida de sus personajes, el tipo de historias que le gustaba narrar. 

Nunca se situó al amparo del boom latinoamericano, y no porque su literatura no tuviese la calidad suficiente para engrosar esa lista de autores consagrados por el público y la crítica, algo que sin duda perjudicó la popularidad y las ventas de sus libros. 

Cuando publicó uno de sus últimos libros, El fin de la historia, me pareció que Sepúlveda había perdido algo de su pulso narrativo, del nervio de su estilo, también de su envidiable originalidad. Pero el mensaje de su argumento era el del Sepúlveda de siempre: la historia es siempre el relato de los vencedores. Un relato que silencia la voz de los vencidos, tal y como afirmaba Walter Benjamin. 

De nuevo, ahí estaba su tono reivindicativo, sin fisuras ni concesiones a la galería, su inquebrantable defensa de los más débiles frente al abuso y la codicia de los poderosos. 

Como otros muchos lectores, descubrí a Sepúlveda hace muchos años gracias a  El viejo que leía novelas de amor, su novela más famosa. A partir de ahí, me hice con buena parte de su obra y la engullí a grandes bocados. 

Reacio a publicar libros voluminosos, Sepúlveda dominaba como pocos autores de su generación el género corto, en el que era un auténtico maestro, con volúmenes como Historias de aquí y de allá, Patagonia Express, Historias marginales, Mundo del fin del mundo o Desencuentros, libros que se devoran como platos suculentos, de primerísima calidad.  

Dentro de la tradición de la mejor novela negra, directamente heredada de Chandler y Hammet, creó un detective memorable, de esos que hablan poco pero dicen mucho, con malas pulgas y buen corazón, al que puso un nombre de torero, Juan Belmonte, y que protagonizaba unas historias de suspense muy entretenidas, con misteriosos asesinatos y resolución de complejos enigmas incluidos.

Pero si tuviese que destacar uno de sus libros, con la excepción de El viejo que leía novelas de amor, me quedo con su volumen de relatos La lámpara de Aladino, que contiene historias como «La reconstrucción de La Catedral» (que nada tiene que ver con un templo religioso), «La porfiada llamita de la suerte» (una delicia para los seguidores de las leyendas legendarias) o «La lámpara de Aladino», que presta su nombre al título del libro.

Historias sencillas y muy cercanas («marginales», como él mismo las hubiese definido), que apelan al lado más solidario de la sensibilidad, que reflejan de manera magistral el mundo de los sueños del que te hace partícipe la literatura de Sepúlveda.  Historias que siempre tendrán un lugar de honor en las estanterías de mi biblioteca.  


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