Música de "western"










«La esencia del cine es ser documento; documento también de la fantasía, de la figuración, aun de la quimera. Ya que lo “humano” nunca será simplemente un hecho o un conjunto de hechos, sino alma. Hechos, sucesos, paisajes; mas todo ello imagen, es decir, alma. La imagen es la vida propia del alma. El cine con más ingenuidad e inmediatez que arte alguno, la ofrece fluida, “a imitación de la vida”, vida misma otras veces.»
María Zambrano, Las palabras del regreso


Leo mientras escucho música. Estoy leyendo Tras la pista de John Ford (Searching for John Ford: a life), de Joseph McBride, y al mismo tiempo me dejo seducir por los acordes de la música.

Leo a ratos, de forma intermitente, un poco ausente y distraído, mientras miro por la ventana el cielo cristalino de mayo. De vez en cuando, interrumpo la lectura de ese volumen de proporciones bíblicas, que casi dejo atrás en una librería de Madrid por falta de espacio en el equipaje, para escuchar la banda sonora de alguno de los westerns mencionados en el libro.  

Si quisiese ser eficiente, buscaría las bandas sonoras en el archivo instantáneo de Amazon Music. Pero es fin de semana, ha salido un sol prometedor después de una lluvia madrugadora, hay una taza de café humeante encima del escritorio, y me regocijo de poder escuchar esa música en viejos vinilos de segunda mano. 

Frente a la sobreabundancia de las plataformas digitales, el vinilo tiene la certeza antigua de lo limitado y de lo abarcable, paradójicamente convertida en una gran ventaja: mejor menos para disfrutar más. Cuarenta y cinco minutos de música, a lo sumo cincuenta, dividida en las dos caras de plástico horadado. 

El vinilo tiene otra ventaja que no es capaz de proporcionar la pulcra asepsia del cedé ni la música de la red. El sonido imperfecto, levemente granuloso, que concita la aguja sobre el plástico, tiene un cierto sabor a nostalgia, a tardes interminables y ociosas de sábado, cuando me sentaba en el sofá junto a mi familia para ver una película del Oeste, en aquellos tiempos felices de la antigua «Sesión de tarde».     

Paso algunas páginas y detengo de nuevo la lectura para buscar entre los discos otra banda sonora que regresa involuntariamente a mi memoria. Se trata de los primeros compases de La conquista del Oeste, con sus redobles de tambores y sus requiebros de trompetas, una melodía inevitablemente ligada a imágenes de jinetes que cabalgan al atardecer por colinas desiertas, de manadas de caballos salvajes, de alineadas filas de caravanas que buscan nuevos horizontes, de hogares autofabricados por intrépidos pioneros que tratan de ganarle la partida (sin llegar nunca a conseguirlo) a una tierra inhóspita.  

Sigo escuchando los compases de la música mientras vuelvo a la lectura. A John Ford le incomodaba que le consideraran algo así como un «artista» o un «maestro» del cine, y solía reaccionar de forma airada cuando los periodistas le preguntaban por el sentido o por el preciosismo estético de sus películas. 

Cartel de La conquista del Oeste
 Quizás se tratase de una simple pose ante los medios, que estimulaba el lado más gruñón y antipático de su personalidad (sobre todo, al tratarse de alguien que llegó a ser considerado un «clásico» en vida y que, a ciertas alturas de su trayectoria profesional, ya no sentía ninguna necesidad de demostrar nada a nadie), pero también puede que tuviese bastante que ver con su rocoso carácter de ascendencia irlandesa. 

Serio, hosco, visiblemente malhumorado ante las indagaciones del periodista, Ford explicaba que prefería considerarse un «artesano» antes que un «artista», un simple director de películas del Oeste (como él mismo se definió en una famosa ocasión), un mero trabajador de la industria que dirigía películas para poder mantener a su familia. 

Sin embargo, en contra de lo que a simple vista se empeñaba en aparentar ante los micrófonos, su legado cinematográfico es uno de los más influyentes y perdurables; su impronta artística tan profunda, que no se entiende la historia reciente del cine sin tener en cuenta su «trabajo» como creador. 

Leo y escucho al mismo tiempo. Y gracias al poder evocador de la música, las palabras impresas se convierten en imágenes recobradas dócilmente, muchas de ellas en blanco y negro, nacidas del entusiasmo cinéfilo.

Recuerdo aquel primer plano desenfocado de Ringo-Kid (John Wayne) de La diligencia (The Stagecoach, 1939), tras escuchar el traqueteo constante de «The Trail to México», con su acompañamiento melancólico de armónica y coros. 

Recuerdo la entrañable historia de amistad entre el «ferroviario» (de nuevo John Wayne) y el «matasanos» (William Holden), en Misión de audaces (The Horse Soldiers, 1959), después de volver a escuchar la mítica «Dixie» por los altavoces del tocadiscos.

Coloco cuidadosamente la aguja en el vinilo, en el surco exacto de la pausa entre dos canciones, con ese gesto tan antiguo que casi se nos había olvidado, y vuelvo a comparar las melodías que suenan con la biografía sobre Ford. Leo con la música de fondo y escucho con la atención aguijoneada por la lectura. 

La música de las películas del Oeste, sobre todo la de las décadas de los ´40 y los ´50, procede en su mayor parte del folklore americano, y sus melodías se repiten una y otra vez en numerosas películas de directores habituales del género, como Henry Hathaway, Howard Hawks o Anthony Mann.

Ringo-Kid (John Wayne) en La diligencia
Del mismo modo que tenía sus «actores-fetiche» (el caso de John Wayne, sobre todo, pero también de Henry Fonda, James Steward o Richard Widmark), Ford también tenía sus melodías predilectas, que solían ser de origen irlandés, igual que su ascendencia familiar: temas como «The Girl I Left Behind Me» o «The Yellow Rose of Texas», que suelen acompañar en sus películas a imágenes de interminables columnas de soldados a caballo. 

Ya en formato cedé (porque aún no he podido encontrarlos en vinilo), al escuchar los compases dirigidos por Victor Young para Rio Grande (Río Grande, 1950), no solo pienso en las imágenes en blanco y negro de esta película, sino también de las otras dos que forman la denominada «Trilogía de la caballería», Fort Apache (Fort Apache, 1948) y La legión invencible (She wore a Yellow Ribbon, 1949). 

Y también pienso en el ignominioso éxodo de los indios cheyenne, al escuchar la melodiosa «Indians Arrive» o la trepidante «River Crossing», pertenecientes a la banda sonora de El gran combate (Cheyenne Autumn, 1964), dirigida por Álex North.    

Música, imágenes y palabras se mezclan de tal forma en la mente, que al final pasan a convertirse en partes indivisibles de una misma sustancia, una tríada de sensaciones únicas, complementarias entre sí: cada parte conduce invariablemente al todo, el todo remite invariablemente a cada una de las partes. 

El sonido combinado de las trompetas y de los tambores y de los platillos y de los coros contiene de alguna manera las modulaciones de las palabras, del mismo modo que las imágenes acumuladas en la memoria se encargan de reforzar los acordes de las canciones. 
El "matasanos" y el "ferroviario" 


Hay temas que evocan el rudo y solitario mundo de los vaqueros («The Old Chisom Trail»), el conflicto de la Guerra de Secesión («Battle Cry of Freedom», «When Johnny Comes Marching Home»), la lucha de la caballería contra los indios o el  ímprobo esfuerzo de los colonos por fundar un hogar («The Songs of The Pioneers»). 

Pero hay una balada titulada «Bury Me Not on The Lone Prairie», que forma parte tanto de La legión invencible (She wore a Yellow Ribbon, 1949), dirigida por John Ford, como de Río Rojo (Red River, 1947), dirigida por Howard Hawks, que resulta especialmente conmovedora.

Al principio consta de un leve silbido solitario, que poco a poco va cediendo el paso a la melodía de una armónica, con el escaso acompañamiento de un acordeón de fondo. Se trata apenas de unos breves compases, antes de que llegue el coro de las voces masculinas, que aumenta la intensidad a medida que avanza la melodía. 

Al escucharla, uno no puede evitar pensar en la imagen de un vaquero con el rostro acartonado tras noches de intemperie, alejado de su hogar o sin posibilidad de fundar una familia, mientras fuma en silencio o charla junto al fuego con otro compañero de infortunios, puede que una mera conversación intrascendente antes de darse las buenas noches y caer en un denso sueño, con la mirada perdida en el horizonte lejano y la esperanza puesta en un mañana incierto. Pura nostalgia asociada a las dramaturgias del western.    
    
 

Comentarios

  1. Emotivo texto, igual la música hace que me reconcilie con el western.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Se diría que algunos de los cinéfilos recalcitrantes podrían escribir una autobiografía con las grandes bandas sonoras de las películas que han marcado sus vidas.

      Me alegro mucho de que aquel "volumen de proporciones bíblicas" no se quedara en Madrid y que, tal vez ahí, en ese libro, estuviera el germen de este artículo y de otros que ya has escrito.

      Recordar esas grandes películas (La diligencia, Centauros del desierto, Misión de audaces, etc.) me retrotrae a los sábados después del almuerzo cuando toda la familia se reunía en la sala de estar para ver la película de la semana. La televisión nos hizo cinéfilos.

      Excelente artículo. Menuda pareja de personajes: Un ferroviario y un matasanos...

      Un fuerte abrazo.

      Eliminar

Publicar un comentario