Inventarios (1º parte)


«(…) es posible que entonces no me diera cuenta de lo irrevocable de las despedidas, igual las felices que las desgraciadas, de la secreta capitulación frente al tiempo que ocurre cada vez que uno se marcha de alguna parte, guarda o descarta libros, revistas y papeles, desaloja armarios, mira un segundo la habitación vacía a la que no volverá nunca.»
Antonio Muñoz Molina, Ardor guerrero


Llega un momento indeterminado en el que a uno empiezan a pesarle como si fuese una losa de piedra los caminos nunca recorridos, los proyectos inacabados, las posibilidades desechadas, las ideas que nacieron muertas a pesar de haberlas elaborado con afecto, aquello que no se ha llegado a conseguir y que cada vez se vuelve más borroso y lejano.

Y conste que no se trata de dejarse arrastrar por un desalentador nihilismo ni por un pesimismo sombrío, sino de contemplar con objetividad los avatares de la existencia desde un punto de vista más amplio, y no solo desde lo que nuestra cultura del éxito y de la meritocracia suele ponderar únicamente como valioso. O lo que es lo mismo, de concederse a uno mismo el beneficio de una duda que de repente hace su aparición sin que podamos hacer nada para evitarla.

En contra de lo que pudiera pensarse, este cambio de actitud no es poca cosa, pues implica un giro sustancial en la interpretación de los acontecimientos que marcan una vida: significa otorgarle más importancia a la levedad que al peso, a la contingencia y a la casualidad que a la necesidad y al determinismo.
El azar es el único capaz de suministrar a la existencia todo lo que necesita. Pero este hecho es algo que ha sido profundamente menospreciado por nuestra tradición científico-técnica, que somete los medios necesarios a fines productivos y cuantificables. Una cultura “instrumentalista” más que “sustantiva”, como señalaron Adorno y Horkheimer, un “pensamiento calculador” que ha anulado y excluido al “pensamiento meditante”, en palabras de Heidegger.

La ciencia y la filosofía desplazaron la importancia que en su momento había tenido la imagen mítica del mundo porque la idea de un cosmos regido por el orden y la necesidad era incompatible con la arbitrariedad de unos dioses que regían caprichosamente el destino de los seres humanos y las fuerzas de la naturaleza. Por eso las explicaciones míticas fueron cediendo terreno paulatinamente a las explicaciones filosóficas y científicas, aquellas en las que la noción de causalidad era el principio incuestionable que acababa con cualquier indicio de azar, de ambigüedad o de posible desacuerdo teórico.

Fue Aristóteles el que determinó que para explicar algo había que remitirse a las causas. A partir de ese momento la causa fue todo aquello que concurría en la aparición de ese algo, que determinaba las características de su ser, y la búsqueda de esas causas en el leiv motiv de todos aquellos que desearan descubrir la verdad oculta tras la apariencia de las cosas.

La causa aristotélica, de la que más tarde se apoderaría avariciosamente la ciencia, nos ayudaría de forma inestimable a comprender y transformar el mundo, pero además de llevarse la magia que lo rodeaba, provocó que nos centráramos exclusivamente en los resultados empíricos de los procesos, en aquello que únicamente se revela como importante o significativo para llegar a su finalidad.

Pero todo lo demás, las posibilidades desechadas, lo que pudo ser pero nunca llegó a ser, el papel del azar y de la contingencia que rige todo cuanto existe, incluidos a nosotros mismos en medio de este orbe desconocido e infinito, con sus complejidades matemáticas y sus oscuridades abisales -un mundo que no hemos elegido y sobre el que a menudo tenemos muy poca capacidad de influencia-, fue excluido de las explicaciones racionales como algo poco significativo o de ninguna importancia.

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