El hilo de Ariadna (sobre la lectura)

Dedicado al próximo Día del Libro, el 23 de abril de 2021

 

«A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos autores (…) Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual.»

Jorge Luis Borges, Historia universal de la infamia

 

«El lector adicto, el que no puede dejar de leer, y el lector insomne, el que está siempre despierto, son representaciones extremas de lo que significa leer un texto, personificaciones narrativas de la compleja presencia del lector en la literatura. Los llamaría lectores puros; para ellos la lectura no es sólo una práctica, sino una forma de vida.»

Ricardo Piglia, El último lector

 

Además de ser el gran pintor de la soledad y del aislamiento, Edward Hopper es también uno de los artistas que ha sabido retratar como pocos al lector contemporáneo. En Habitación de hotel (1931), en Coche de asientos (1965), en Hotel junto a un terraplén de ferrocarril (1952) o en La luz del sol en el segundo piso (1960), se repite una y otra vez una imagen muy parecida, siempre idéntica y siempre diferente, representada desde perspectivas complementarias: personas ensimismadas en la lectura de algún libro, casi siempre mujeres con semblantes un poco difuminados que recuerdan al perfil de su mujer Josefine, Jo, con un ambiente de pulcra tranquilidad.

Sin embargo, esta imagen tradicional de alguien absorto en la lectura de algún libro resulta cada vez más difícil de encontrar. En lugar de lectores solitarios y abstraídos, en la actualidad los cuadros de Hopper estarían plagados de usuarios de dispositivos inteligentes, con la iridiscencia de sus pantallas iluminándoles la cara, mientras deslizan suavemente sus dedos por sus superficies acristaladas. 

Habitación de hotel (1931)
Quizás sea un diagnóstico exageradamente pesimista, pero desde hace algún tiempo uno tiene la impresión de que está desapareciendo el tipo de lector que solía representar Hopper en sus lienzos, el que se deja subyugar gozosamente por el poder de atracción de los libros, para ser reemplazado progresivamente por lectores compulsivos, que olvidan los textos con la misma urgencia y facilidad con que los han consumido.

El vertiginoso desarrollo de las autopistas virtuales (redes sociales, blogosfera, webs informativas) nos ha proporcionado un acceso casi ilimitado a los contenidos que nos interesan, pero aún está por ver que la hiperactividad con la que pasamos de una pantalla a otra, de un texto a otro, de una información a otra, contribuya a aumentar nuestra comprensión del mundo que nos rodea: de sobra es conocido que la sobreabundancia de información no conduce necesariamente a un mejor y más acabado conocimiento.

            Más bien podría ocurrir lo contrario: que la opulencia informativa acabe por saturar y aburrir al lector, mucho antes de que este pueda hacerse una idea cabal sobre el tema que trata de abordar. Eso por no mencionar el aluvión de bulos o de noticias falsas (las consabidas fake news) que constantemente inunda las redes sociales. Y es que cada vez nos cuesta más distinguir la información veraz y contrastada de las noticias falsas.

A estas alturas, lo único realmente claro es que nos estamos convirtiendo en lectores de textos elementales (o en lectores elementales de textos), a menudo fragmentarios e incompletos, a golpe de pantallazos, y que nos resulta más difícil y engorroso clasificar aquello que consumimos de forma tan acelerada en las autopistas virtuales de la información.

A pesar de las innumerables ventajas de las nuevas tecnologías, los lectores tradicionales siempre echarán en falta el cúmulo de sensaciones asociadas al tacto del papel, algo imposible de trasladar a la asepsia impoluta de un dispositivo electrónico: el inconfundible olor de los volúmenes, el paso lento de las páginas, el subrayado irregular de los párrafos que más nos gustan o que nos llaman la atención.  

Coche de asientos (1965)
Con su singular elocuencia, Borges solía afirmar sentirse mucho más orgulloso de los libros que había leído que de los que había escrito, y eso que entregó a la imprenta algunas de las mejores páginas que un lector puede saborear.

Y un borgiano confeso como Ricardo Piglia señala que «un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe confusamente. En la clínica del arte de leer, no siempre el que tiene mejor vista lee mejor», pero que en ese intento del lector, aunque insuficiente y defectuoso, se encuentra una de las claves de la comprensión del mundo, además de uno de los anhelos más genuinos y primordiales del ser humano.    

El acto de leer tiene algo de frontera con lo desconocido, de encuentro con lo inesperado. No leemos por mero entretenimiento, para parecer más sabios ante los demás ni para convertirnos en mejores personas. Leemos para ensanchar nuestro horizonte, para calibrar nuestros pensamientos con las ideas de los demás, para imaginar otras existencias alternativas a la nuestra.    

             Si algo nos enseñó la Odisea, uno de los textos fundacionales de nuestra cultura, es que lo mejor del viaje no es llegar a nuestra meta, sino el cambio experimentado a lo largo del recorrido: una transformación que nos convierte en seres diferentes (puede que más escépticos y descreídos, pero también más lúcidos), de lo que éramos antes de partir hacia lo desconocido. 

Hotel junto a un terraplén de ferrocarril (1952)
La lectura de un libro implica una metamorfosis en el lector semejante a la que acontece durante el viaje: no somos los mismos al terminar el libro que antes de empezar a leerlo. Hay algo en nosotros que se ha modificado, que ha trascendido lo cotidiano, que ha despertado una semilla escondida.    

Por eso cada vez estoy más persuadido de que no solo se necesitan autores que escriban buenos libros, sino también buenos lectores que sean capaces de desentrañar la magia, el sentido último, la variedad de matices de un texto, sin simplificarlo drásticamente ni reducirlo a lugares comunes.

La lectura de un libro es como ese hilo de Ariadna que nos ayuda a no perdernos en medio del laberinto de rutinas y de obligaciones en el que vivimos. Hay que dejarse guiar por él para poder encontrar la salida al final del laberinto.

La luz del sol en el segundo piso (1960)

 

 

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