Un orden de palabras que nos satisfaga



«Pero sí sostengo que escribir es una inmolación consciente y razonada que el escritor -el verdadero- hace de su tiempo, de su salud, de sus intereses materiales, de su vida, en suma, para crear un orden de palabras que lo satisfaga. ¿Qué es escribir si no inventar un autor a la medida de nuestro gusto?»
Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso


Hace muy poco, durante la celebración de la Feria del Libro, un conocido editor local me hablaba de las últimas adquisiciones que había conseguido incorporar a su catálogo.
Me habló con mucho entusiasmo de un chico joven, insultantemente joven, con un talento especial y un futuro prometedor, poseedor de una prosa descarnada y directa como un relámpago. Un chico que apuntaba buenas maneras en este oficio tan duro de la literatura, donde los escritores tienen que forjarse una trayectoria a fuego lento con la paciencia y la tenacidad de un galeote.

Llevado por el regocijo que le había producido su primera colección de relatos, el editor había exhortado al joven a dar el salto a la novela, género estrella por antonomasia de la literatura. Me comentó que, a las tres semanas (¡tres semanas!) de aquella conversación, el chico volvió a presentarse en la oficina de la editorial con un manuscrito bajo el brazo: el manuscrito de una novela que había escrito en jornadas extenuantes de trabajo de hasta doce horas seguidas sin quitar la vista de la pantalla del ordenador.

Aquel comentario anecdótico se quedó grabado sin querer en mi memoria y me ha estado atormentando durante mis últimas noches de insomnio. Aunque son extraños y aislados, en la literatura se conocen casos sorprendentes de arrebato creativo que han dado lugar a obras emblemáticas.

Fernando Pessoa declaró que los poemas de su heterónimo Alberto Caeiro se le ocurrieron de repente un día en el que, movido por una especie de éxtasis, escribió treinta y tantos poemas seguidos que posteriormente dieron lugar a la serie El guardador de rebaños. Y que, una vez escritos esos poemas, todavía le quedaron fuerzas para escribir los otros seis poemas que constituyen su Lluvia oblicua: “Fue el día triunfal de mi vida, y no volveré a tener otro igual”, escribió Pessoa en su célebre carta sobre la génesis de los heterónimos dirigida a Adolfo Casais Monteiro.

Nada más lejos de mi intención que dudar de la veracidad de la anécdota contada por el editor, ni de la prodigiosa capacidad del joven escritor, pero mentiría si no dijese que en los últimos días me ha invadido una cierta sensación de perplejidad y de abatimiento cada vez que pensaba en ese joven capaz de poner encima de la mesa de un editor una novela escrita en tres semanas.

Perplejidad por no poder concebir, por muchas vueltas que uno le ha dado a la cabeza, la manera de llevar a cabo semejante hazaña. Y abatimiento, al pensar en las constantes adversidades que siempre amenazan con arruinar el resultado final de la escritura.

Pensaba en la complejidad del proceso creativo, con sus sinuosidades y retrocesos, sus satisfacciones y recompensas, sus sacrificios y renuncias, con su inevitable cuota de tormento, con sus ramificaciones imprevistas, con sus erráticos cambios de rumbo, sudando cada página escrita en un goteo mínimo pero constante.
Pensaba en la lucha encarnizada que debe mantener el escritor contra la desidia o la pereza, también contra el desánimo, para que el texto tenga claridad y sentido, para crear un orden de palabras que nos satisfaga, como señala Julio Ramón Ribeyro en sus memorias.

Y es que el proceso de escribir, tal y como uno lo concibe, tal y como uno lo concibe, no es una tarea lineal ni progresiva, sino que se despliega en un movimiento pendular de ida y vuelta, en el mejor de los casos, o se atasca en profundidades abisales, en el peor de ellos.

Pensaba en la cantidad de borradores desechados, en los manuscritos que habitan el cajón del escritorio durmiendo el sueño de los justos -y que encomiendo a mis amigos entre risas y bromas, para que fuesen ellos los encargados de entregar a la imprenta si algún día me ocurriese algo inesperado-, en los textos que uno deja descansar “en la nevera”, como si estuviesen hibernando durante largos períodos de invierno, para ganar una nueva perspectiva con la que ser corregidos.

Pensaba en las incontables correcciones a las que uno somete los textos, después de haber pasado no solo el escrutinio propio, que ya es bastante severo, como un inquisidor en busca de la equivocación inexcusable, sino también el de algunos lectores cercanos que le señalan a uno los vicios adquiridos -tan difíciles de erradicar-, las imperfecciones que parecen reproducirse como hongos, las erratas repetidas hasta la náusea, las consabidas redundancias.

Pensaba en interminables y tediosas jornadas en las que a menudo no se encuentran los estímulos suficientes para sentarse delante del ordenador a aporrear teclas, o no se nos ocurre nada oportuno que escribir, o no se sabe cómo añadir un nuevo párrafo a lo ya escrito.

Eso por no hablar de los instantes muertos, de los necesarios intervalos de distracción que acompañan las horas de trabajo, durante los cuales uno se dedica a mirar por la ventana, a estirar las piernas, a aliviar la tensión acumulada en el cuello y en la espalda, a frotarse los ojos un poco enrojecidos por el esfuerzo y la fatiga, a hacerse un café muy negro para reponer las fuerzas que flaquean, a pensar en cosas que no tienen nada que ver con la literatura, a contestar llamadas imprevistas, a contestar correos inaplazables, a realizar gestiones que no admiten espera.

Por estos y otros muchos motivos, si uno se sienta delante del ordenador a las ocho de la mañana, con la mente fresca y lúcida, después de haber desayunado generosamente y de haber leído las noticias del día, y a las dos de la tarde tan solo hemos escrito una página, no se puede decir que no hayamos aprovechado el tiempo.
Pensaba en lo desagradecido que puede llegar a ser este oficio un poco demente y obsesivo que, después de la proeza casi heroica de culminar un libro, condena a los autores a entregar durante demasiado tiempo los derechos sobre su obra, a ponerla en manos de editores no siempre esmerados en su trabajo de promocionarla, a contemplar amargamente cómo dura apenas unas pocas semanas -y eso con mucha suerte- en la mesa de novedades de las librerías, para luego perderse entre las cajas amontonadas en los sótanos de las distribuidoras.

Pero al mismo tiempo pensaba que poco importa si en lugar de tres semanas uno tarda tres años en poner sobre la mesa del editor un nuevo libro, porque cada escritura es única y cada proceso creativo exige su propio tiempo, y que es mejor arrepentirse de haber entregado a la imprenta un libro imperfecto - acaso los libros son todos imperfectos-, que de lo que uno nunca escribió, o no se atrevió a escribir por inhibición propia, por falta de coraje.

Y pensaba en lo que afirma Julio Ramón Ribeyro, que si a pesar de las decepciones y de los sacrificios, de tanto tiempo invertido, de tantas ocasiones perdidas, uno sigue emborronando páginas, lo hace no por afán de notoriedad o de reconocimiento, y mucho menos para enriquecerse con lo que escribe, sino por el propio placer de la escritura. Porque hallar el orden exacto de palabras que nos satisfaga es un vicio incomparable a cualquier otro que pueda ofrecernos la vida.



[Imágenes: Fernando Pessoa y Julio Ramón Ribeyro]

Comentarios

  1. A mí lo que me sorprende de todo esto es el hecho de que todavía existan editores que se sientan eufóricos al tropezarse con un "nuevo valor" de la literatura. Editores que todavía ejerzan de descubridores de nuevos talentos, que publiquen a desconocidos porque les parece que "ahí hay algo", y no se contenten con ello, sino que les pidan más. Ya tengo curiosidad por conocer el nombre del editor y el nombre del autor novel.

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