Enredados en su propia telaraña



«Y si nos ocupamos asiduamente no sólo en la contemplación estética sino también en sus modos y resultados, es porque la prosa o el verso que escribimos, destituidos de la voluntad de querer convencer el entendimiento ajeno o mover la ajena voluntad, es apenas como el hablar en voz alta del que lee, hecho para dar plena objetividad al placer subjetivo de la lectura.»
Fernando Pessoa, El libro del desasosiego

Existe un tipo de escritores tan poseídos por el demonio de la literatura, tan enfebrecidos por el virus que les devoraba, tan obcecados por la pasión que les consumía por dentro, que no pudieron o nunca quisieron impedir que su vocación dominase el resto de las parcelas de su vida.

Ese demonio, ese virus, esa pasión que en cierta medida les subyugaba, como una especie de adicción que coloniza el resto de intereses y de apetencias, acabó convirtiéndose no solo en el combustible de su producción literaria, sino también en el eje vertebral de su existencia, en el parámetro esencial desde el que valoraban todas sus acciones cotidianas, incluidas las más prosaicas.

Para Borges, por ejemplo, el universo tiene la forma de una biblioteca infinita, los libros de metafísica no son más que una ramificación de la literatura fantástica y hasta la propia realidad tiene la estructura de un inextricable laberinto.

Por su parte, Onetti inventó el pueblo de Santa María como una especie de remedo de la realidad cotidiana, demasiado amarga, áspera y absurda para no ser corregida gracias a la magia de la ficción, donde todo es diseñado a imagen y semejanza del creador. En su novela El astillero, el personaje principal, Larsen, Juntacadáveres, Junta, se pasa el día proyectando sus ilusiones perdidas, aquellas que la vida reiteradamente le ha negado, entre las paredes oxidadas del viejo galpón donde mata las horas vacías: nunca tuvo la más mínima posibilidad de recuperar el astillero de la ruina a la que estaba condenado desde hacía demasiado tiempo, pero él prefería alimentar aquella fantasía, aunque en su fuero interno sabía que era ilusoria, que sucumbir a la lucidez de la desesperanza.

Fernando Pessoa desarrolló la mayor parte de su obra a través del juego creativo de sus heterónimos -Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Bernardo Soares o Antònio Mora-, personajes ficticios creados por su imaginación desbordante, cada uno de ellos acreedor de un estilo propio, de una personalidad autónoma y diferente al resto, pero posiblemente más reales, sin duda más próximos y cercanos, para el propio Pessoa que el resto de personas anónimas con las que se cruzaba cada mañana al pasear por la cuadrícula depauperada de Baixa.

En su famoso poema en prosa “Borges y yo”, el escritor argentino escribió que el Otro, su doble literario, el que en cierta medida era el responsable de las páginas de sus libros, era realmente el que justificaba su existencia. En el “Prólogo” a Discusión, un Borges asediado por la amargura y la melancolía de no haber tenido una vida más plena, escribió: “Vida y muerte la han faltado a mi vida. De esa indigencia, mi laborioso amor por estas minucias. No sé si la disculpa del epígrafe me valdrá”. Y en su poema “El remordimiento”, fue aún más explícito que en otras ocasiones: “He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer. No he sido / feliz. Que los glaciares del olvido / me arrastren y me pierdan, despiadados” (La moneda de hierro).

Movido por el desánimo o la apatía o la mera falta de interés, Onetti se refugió en una vida de ermitaño durante los últimos años de su existencia, apenas sin salir de su portal, casi siempre sentado o acostado en la cama, únicamente acompañado por su mujer y su perrita “Biche”, leyendo novelas policíacas de segunda mano, con su aspecto indolente y desaliñado -la barba incipiente, los dedos amarillos de nicotina, los ojos saltones tras sus gafas de miope-, la mayor parte del día vestido con pijama y en pantuflas, mientras atendía a algunas visitas que decidían acercarse hasta su domicilio para conocerle o para hacerle una entrevista.

En una asombrosa y al mismo tiempo patética carta de Fernando Pessoa dirigida a Ofélia, el gran amor de su vida, le explica las causas por las que decide romper el compromiso de casarse con ella y entregarse exclusivamente a su vocación literaria, como si el amor y la literatura fuesen asuntos incompatibles, como si un poeta no pudiese tener “debilidades” terrenales con las que distraerse: “Es, pues, la ocasión de realizar mi obra literaria, terminando unas cosas, escribiendo otras que están por escribir. Para realizar esa obra, necesito tranquilidad y cierto aislamiento”.

La colonización de la ficción literaria en la realidad, el solapamiento entre el plano ficticio y el terreno de la existencia, la confusión entre la creación de los heterónimos y la personalidad de su creador, llegan hasta tal extremo en el caso de Pessoa, que uno de sus heterónimos, el ingeniero Álvaro de Campos, declara públicamente la imposibilidad de ese amor, se burla de dicho compromiso de manera reiterada e incluso llega a firmar algunas de las cartas que Pessoa le escribe a Ofélia.

Tanto Borges -al menos el “primer” Borges, el Borges de Historia de la eternidad, Ficciones y El Aleph, antes de que la fama le convirtiese en un personaje público, reconocido y reverenciado por todos-, como Onetti y Pessoa -que nunca llegaron a saborear las mieles de la celebridad-, fueron escritores más bien solitarios, con una cierta tendencia a la misantropía, de perfiles huraños y esquivos. Escritores que en líneas generales se consideraban a sí mismos estériles, poco cualificados o infradotados para encarar las vicisitudes de la vida.

Escritores que se refugiaron con bastante frecuencia en su literatura, en su quehacer literario, en la misión que ellos mismos se habían encomendado, como si fuese una fortaleza que les aislaba y al mismo tiempo les protegía del mundo, una especie de trinchera desde la que interpretaban cuanto ocurría a su alrededor.

Ninguno de ellos pudo evitar vivir a través del tamiz de su literatura. Los tres prefirieron la “verdad de las mentiras”, la que es alimentada por el embrujo de la literatura, a la contemplación descarnada de la existencia. Todos fueron escritores enredados en la telaraña de sus propias ficciones literarias.

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