Textos sin pasaporte



«He invertido toda mi salud, mi tiempo y mis fuerzas en negocios espirituales completamente ruinosos.»
Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso


Hay libros de textos nómadas, de límites difusos, decididamente extraños. Libros con perfiles sutiles y escurridizos que no se dejan encasillar en ningún sistema tradicional de catalogación, porque hablan de todo cuando aparentan no hablar de nada.

Son libros que admiten lecturas y relecturas infinitas, como aquel “libro de arena” borgesiano, siempre idénticos y al mismo tiempo diferentes, como la superficie ondulante del mar o como la forma cambiante de las dunas, y por ello consiguen dejar en la memoria del lector una impronta singular.

Libros que fomentan hábitos de lectura hedonistas, que no exigen a los lectores indisciplinados una determinación estricta: para leerlos no hace falta empezar desde el principio, ni seguir un orden, y mucho menos un método, porque se puede acceder a ellos desde cada una de las piezas que lo integran, todas indivisibles y de naturaleza distinta, como si fuesen las mónadas de Leibniz que contienen en sí mismas todos los elementos del universo.

Las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro pertenece a ese tipo de libros anómalos que consiguen atrapar al lector desde la primera línea con su aspecto heterogéneo, su capacidad de persuasión, su prosa desenfadada y sin tapujos: son “apátridas” no porque sean las prosas de un “apátrida”, o de alguien que se considere como tal, sino debido a su naturaleza híbrida y miscelánea, a su exclusión de otros libros ya publicados por el autor, a su carácter de papeles errantes, “sin destino ni función precisos”.

Como señala el propio Ribeyro en el “Prólogo” del libro, “se trata de textos que no se ajustan cabalmente a ningún género, pues no son poemas en prosa, ni páginas de un diario íntimo, ni apuntes destinados a un posterior desarrollo, al menos no los escribí con esa intención. Es por ambos motivos que los considero `apátridas´, pues carecen de un territorio literario propio”.

Resulta complicado resumir el contenido de un libro tan singular y heterodoxo, con textos extraordinariamente variados, donde se dan cita desde los temas más sublimes a los más prosaicos, que tanto pueden hablar de la ininteligibilidad de las leyes que rigen la historia, como de la invasiva burocracia que coloniza cada vez más todos los ámbitos de la vida, o sobre la insidiosa costumbre de tirar las colillas de los cigarros por el balcón.

Lo que tiene el lector entre sus manos es una especie de baturrillo literario, una colección de textos híbridos que se encuentran en un territorio fronterizo entre las memorias, la reflexión filosófica, el microrrelato de ficción, el comentario irónico y mordaz, la anécdota humorística y la metaliteratura: cualquier cosa real o ficticia, posible o imaginable, trascendental o insignificante, es susceptible de generar un comentario del autor, que hace gala de una original interpretación de todo cuanto acontece a su alrededor.

En realidad podría decirse que las Prosas apátridas es el compendio de los muchos escritores que fue Ribeyro, el soberbio memorialista de La tentación del fracaso; el artífice de los relatos cortos recogidos en La palabra del mudo; el fabulador de novelas como Crónicas de San Gabriel, Los geniecillos dominicales o Cambio de guardia; el creador de personajes inolvidables que siempre se encuentran en los márgenes de la sociedad, que no tienen nada o que lo han perdido todo; el prosista de mirada amarga y desencantada que concibe la vida como un proceso irremediablemente destructivo, una ocasión perdida o una oportunidad desperdiciada.

Ribeyro siempre se supo un corredor de distancias cortas, un escritor de fragmentos breves, y por eso nunca se sintió integrante del grupo de aquellos novelistas hispanoamericanos que por los años ‘60 y ’70 gozaban del favor de los editores y del público.

Fiel a sí mismo y a su estilo, a sus convicciones íntimas, a la misión que se había propuesto en la vida, Ribeyro recogió en sus Prosas apátridas pequeñas genialidades de difícil catalogación en el sistema tradicional porque la realidad tampoco se deja encasillar en ningún molde establecido.

A diferencia de otros libros aforísticos, las Prosas apátridas de Ribeyro están escritas sin petulancia, sin excesivas alharacas, sin esa ansia de posteridad que caracteriza el estilo de otros autores que también han cultivado el género breve, puede que con más fortuna, pero sin duda con menos acierto.

En lugar de intentar algo así como una aproximación a la verdad, a todas luces inútil y quimérica, sus anotaciones son acreedoras de un escepticismo exacerbado, de un aire de tentativa, de una lúcida sospecha, como cuando afirma que la duda ha impedido en él “la formación de convicciones duraderas, ha matado hasta la pasión y me ha dado finalmente del mundo la imagen de un remolino donde se ahogan los fantasmas de los días, sin dejar otra cosa que briznas de sucesos locos y gesticulaciones sin causa ni finalidad”.

Precisamente por eso, las “apátridas” de Ribeyro son prosas que consiguen trascender los límites de la subjetividad para situarse en el plano de la universalidad, donde el lector se siente fácilmente identificado, al compartir con el autor sus propias incertidumbres, el origen de su desasosiego.

Como señala la cita de Tagore que abre el libro, al final tan solo nos quedará “el triunfo desesperado de haber perdido todo”. Seres vulnerables que habitamos un mundo incomprensible e inhóspito, tan solo podemos llegar a conseguir algunas migajas de felicidad. Lo dijo Julio Ramón Ribeyro, y su prosa se contaminó de esa convicción corrosiva, acaso la única, pero también la más decisiva que tuvo a lo largo de su vida.


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