Crónica de una despedida anunciada

(1ª parte)

Tras varios meses de idas y venidas, de contratiempos, de conversaciones inútiles, de gestiones tan improductivas como una gota de agua en medio del desierto, por fin he cancelado todas las operaciones pendientes, he cerrado mis cuentas y he dejado de ser cliente de La Caixa, después de casi veinte años en los que me había sentido seguro y confiado hasta hace muy poco, después de haber sido cliente de Caja-Canarias primero, y luego de aquella entelequia provisional que fue Banca Cívica.

Lo digo con la satisfacción de no haberme dejado llevar por el desánimo y por haber tenido la fortaleza de seguir el plan que me había trazado cuando me di cuenta de sus prácticas inmoderadas y desmedidas.
Lo digo con una reconfortante sensación de libertad, por haberme despedido de una entidad con prácticas fraudulentas y un tanto mafiosas en el peor de los casos, o claramente abusivas en el mejor de ellos. (Por si a alguien le sirve de algo, cobran por todo, por mantenimiento de cuentas y de tarjetas, por transferencias periódicas y ocasionales a otras entidades, y hasta por realizar operaciones a través de internet, que deberían ser gratuitas, ya que uno no ocupa el tiempo de los empleados que trabajan en la oficina.)

Aunque intenté arreglarlo de forma civilizada a través de varias conversaciones con el personal de la oficina -la directora de la sucursal nunca se dignó a recibirme porque siempre estaba “muy ocupada” con otros asuntos-, o quizás precisamente por ello, en todo este tiempo de gestiones me he sentido como uno de esos personajes torturados de Kafka que nunca llega a saber muy bien qué es lo que les pasa ni por qué: pocas cosas hay más frustrantes que intentar razonar con alguien o con algo que difícilmente atiende a razones.

Ahora sé que nunca tuvieron la más mínima intención de atender mis reclamaciones, ni siquiera de hacerme caso: tan solo escuchaban -es un decir- y esperaban, escuchaban y esperaban, pero sin tener realmente la voluntad de hacer la más mínima gestión por arreglar la situación, posiblemente con el oscuro propósito de que uno perdiese el interés y dejara las cosas como estaban, más por inercia o por indolencia que por convicción.

Los que se dedican a la banca saben perfectamente que a la mayoría de sus clientes les da mucha pereza cambiar de entidad, el mismo tipo de pereza que implica cambiar de médico o cambiar de casa, y por eso se permiten tensar la cuerda todo lo que pueden -o todo lo que uno les deja-, hasta dónde son capaces de llegar. La consigna parece estar clara: retener por todos los medios al cliente, aburrirlo con trámites inútiles y absurdos, impedirles la salida de la entidad a toda costa.

El martes, cuando por fin acudí a cerrar mis cuentas, después de realizar todos los trámites pertinentes, el empleado que me ha atendido durante todo este tiempo ni siquiera tuvo la cortesía de mirarme a la cara: ni un austero “buenos días”, ni un razonable “perdona por las molestias”, y mucho menos un cálido “adiós”. Nada.
Cuando salía de la oficina al sol abrasador del mediodía pensaba que en la sociedad actual hasta la amabilidad tiene un precio. Como se nota que ya no les soy rentable.



(2ª parte)

Conste que soy perfectamente consciente de que uno no va a cambiar el mundo -ya se encarga mi madre de repetírmelo todos los días-, y mucho menos el de la banca, con sus leyes para conseguir rentabilidad a ultranza, con sus mecanismos tan intrincados que no atienden a necesidades individuales ni sociales, pero, al menos, a los consumidores nos queda el derecho al pataleo y a la queja: nuestra única forma de venganza.
Hace poco leí en un artículo de El País que La Caixa había tenido 708 millones de euros en beneficios durante el primer semestre del año, y pensé: "no me extraña, con las prácticas inmoderadas y arbitrarias que tiene con sus propios clientes".

Salía el señor presidente de la entidad en una foto con ese rostro de autocomplacencia que suelen tener los que se dedican al mundo de los negocios, hombres y mujeres "hechos a sí mismos" -como si el resto de los mortales no se "hiciese a sí mismo"-, jactancioso y orgulloso, bien pagado de sí mismo, con ese aire tan característico de soberbia y de altanería que fomentan las altas finanzas, con una sonrisa tan resplandeciente como artificial, cercano y distante al mismo tiempo ante las cámaras y ante los micrófonos de los periodistas.

El otro día, mientras esperaba en la cola de la caja a que me diesen el escaso saldo que me quedaba en las cuentas -no quise que me hicieran un traspaso a mi nueva entidad porque me la querían cobrar, cómo no, aunque podían haber tenido ese último detalle conmigo después de tanto tiempo extrayendo dinero de mis cuentas-, tuve tiempo de observar un panel muy didáctico sobre las supuestas bondades de la Obra Social que tanto le gusta promocionar a la entidad -puestos de trabajo que habían creado, becas para estudiantes que habían concedido, comidas para niños en riesgo de exclusión social- y pensé en la cantidad de verdades a medias o de mentiras explícitas que puede llegar a promocionar la publicidad.

Por citar solo un ejemplo significativo, existen rumores de que hay muchos empleados de la antigua Caja-Canarias que temen por su puesto de trabajo después de la absorción -o de la “fusión” o de la “integración”, no me aclaro mucho con ese lenguaje empresarial-, y que abundan entre ellos las “presiones” diarias y los “chantajes de silencio”, como las que existen en un régimen autoritario.

Por un momento me vino a la cabeza imágenes de películas como “La vida de los otros” o la más reciente “Regreso a Ítaca” en las que servicios de inteligencia y espionaje realizan interrogatorios inhumanos a meros trabajadores que tratan de ganarse la vida dignamente y llegar a fin de mes. Me imaginé a una especie de Gestapo o de Stasi especializada en excesos y atropellos, mandando regalos envenenados en Navidad, llenos de mensajes subliminales, a cambio de obediencia ciega y de silencio.

Así que resulta curioso y al mismo tiempo contradictorio comprobar toda la basura publicitaria que puede llegar a promocionar una entidad que se ufana en publicitarse a sí misma como una “benefactora” de la sociedad.
Después de estas reflexiones, mientras salía de la oficina, justo en el momento en el que me despedía para siempre de ellos, alguien pedía a uno de los empleados información para abrir una cuenta, y no pude más que sentir lástima por él.

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