Como lectores impenitentes



«A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos autores (…) Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual.»
Jorge Luis Borges, Historia universal de la infamia


A uno le corroe una envidia no muy sana cuando escucha a esos escritores que se levantan a horas intempestivas, mucho antes de que salga el sol, cuando el día todavía no ha comenzado para el resto de los mortales, y se sientan en la mesa de trabajo a emborronar páginas en blanco.

Es célebre la fama de Vargas Llosa, autor tremendamente disciplinado y metódico en sus rutinas, para despertarse antes de que el sol despunte por el horizonte y empezar una larga jornada de trabajo que culmina poco después del mediodía. En el polo opuesto de esta actitud se encuentran los escritores displicentes y anárquicos como Onetti, que únicamente escriben cuando sienten el impulso inapelable de hacerlo, sin considerar horarios ni rutinas ni métodos de trabajo.

El propio Onetti solía burlarse malévolamente del ritual “oficinista” de Vargas Llosa al enterarse por él mismo de sus hábitos. En una curiosa sentencia que ha conseguido hacerse célebre con el paso de los años, Onetti le espetó al Nobel peruano que la principal diferencia entre ambos era que mientras Vargas Llosa mantenía una relación “matrimonial” con la literatura, la suya, en cambio, era más parecida a la que cabría tener con una amante ocasional.

Alberto Manguel, por su parte, afirma que la noche anterior intenta leer algo relacionado con el tema sobre el que va a escribir a la mañana siguiente, porque eso le ayuda a inspirarse, a darle forma, a visualizarlo con más claridad al levantarse de la cama, como si el ajetreo inconsciente del sueño tuviese la virtud de consolidar las ideas que luego serán solicitadas para escribirlas.

Si uno intentase realizar semejante experimento, correría el riesgo de sufrir una larga y extenuante noche sin dormir debido a la “tormenta de ideas” que se desplegaría en la neblina de la somnolencia, donde todo puede llegar a confundirse sin posibilidad de arreglo.

Después de leer muchos testimonio de escritores y de algún que otro ejercicio de introspección, lo único que uno ha conseguido sacar en claro con el paso de los años -si es que ha conseguido sacar algo en claro-, es que le gusta más escribir por la mañana que por la tarde o por la noche, por una mera cuestión de “biorritmos” -tan actual este concepto-, y que necesita despachar algunas páginas del libro en el que se encuentre sumergido en ese momento antes de sentarse delante del ordenador a aporrear teclas, puede que para “engrasar” la maquinaria o para concitar la inspiración o por simple rutina. Uno precisa leer esas páginas preliminares casi como el músico necesita que el director de orquesta le proporcione la nota inicial de la melodía y luego poder interpretar la partitura.

A partir de ahí, parece que las palabras fluyen más fácilmente, como si fuesen convocadas de alguna manera indescriptible desde el interior de alguna concavidad desconocida donde estuviesen adormecidas. Después ya habrá tiempo de revisar y de corregir, pero al principio de todo, lo que permite esa comunión con la voz interior que todos llevamos dentro es el ejercicio de la lectura.

“Al principio fue el Verbo”, dice el Génesis, como una forma de sugerir que es el lenguaje el encargado de crear el mundo, como si las palabras tuviesen la cualidad de llamar a otras palabras, las ideas a otras ideas, y los textos escritos a otros textos que aún están por escribir.

Puede que, como afirmara Borges, escribir sea un acto más incivilizado que leer, y que resulte una imagen mucho más poética y atractiva imaginarnos a nosotros mismos como lectores impenitentes de una biblioteca infinita que se parece bastante al universo.

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