Historia de una diáspora


«Vivir es resolver, es actuar, es apoderarse constantemente de una fracción de la realidad.»
Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso


Cualquier historia de una diáspora acaba convirtiéndose inevitablemente en un relato de texturas dramáticas. Un relato que habla de supervivencia en lugares desconocidos, habitualmente en circunstancias precarias, a menudo con la barrera del idioma condicionando la adaptación al nuevo entorno. Esas son algunas de las impresiones que provocan las imágenes y los testimonios de la exposición denominada “Cislanderus”.

El proyecto trata sobre la huella y el legado, cada vez más escasos, de los canarios que emigraron al sur de Estados Unidos a finales del siglo XVIII con el objetivo de consolidar el recién adquirido territorio a los británicos: entre 1778 y 1783 se tiene noticia de unos 2500 canarios que viajaron a la entonces Luisiana, auspiciados por la corona española. Lo hicieron en diferentes oleadas, seguramente en condiciones muy incómodas, en viejos barcos con resonancias de historias de piratas.

De forma casi heroica, con muchos elementos en contra, aquellos primeros pobladores consiguieron hacer frente a la adversidad de un territorio inhóspito, rodeado de pantanos y de humedales, y establecerse en pequeños asentamientos poco aptos para el cultivo.

Estos colonos dejaron atrás su mundo conocido, sus familiares y sus amigos, sus hogares, también casi todas sus pertenencias, para empezar desde cero en una tierra a la que rebautizaron con nuevos nombres (Barataria, Valenzuela, Galveztown y La Concepción, más tarde renombrada como Parroquia de San Bernardo), en un intento de hacerla un poco suya, de asimilarla, de formar parte de ella.

Doscientos años más tarde de esa diáspora, los descendientes de aquellos primeros pobladores buscan y reclaman con ahínco, incluso se diría que con desesperación, las raíces de una identidad fragmentada, cosida con retazos de historia, escindida en dos latitudes tan diferentes y lejanas: los canarios de uno y otro lado, los del archipiélago Atlántico y los de Estados Unidos.

El propio nombre del proyecto refleja esa traumática escisión, pero también muestra su voluntad de acercar aquello que ha estado separado por el tiempo y el espacio, culturas que representan las dos caras de una misma moneda: “Cislanderus” (Canary + Islander + United States), canarios de los Estados Unidos, personas que reclaman su condición de descendientes de emigrantes, su doble y fértil identidad, sin que ninguna de ellas eclipse a la otra en su reivindicación de ser reconocida como tal.

Los artífices del proyecto, el fotógrafo Aníbal Martel y la investigadora Thenesoya V. Martín de la Nuez, dos jóvenes canarios embarcados en la aventura americana, han querido jugar con las siglas de Estados Unidos en inglés (U.S.), pero también con el pronombre personal “us” (“nosotros”), como una forma de presentar esa necesidad de identidad compartida.

Una parte de la exposición fotográfica está formada por imágenes del paisaje sobrecogedor del sur de los Estados Unidos (muy parecido al ambiente inquietante de la serie True detective o, salvando las diferencias, de la película española La isla mínima), de una naturaleza exuberante y a ratos intimidatoria: canales sinuosos cuyo final no se alcanza a ver en la distancia; aguas estancadas con una superficie verdosa de vegetación, tan tupida que parece que se podría caminar por encima de ella sin peligro a hundirnos; deltas atravesados por esos cañaverales bajos y abigarrados; marismas pobladas de algas y de animales exóticos; pantanos habitados por una fauna amenazadora; frondosos bosques alfombrados de hojas caídas en lo que a simple vista parece los primeros días de un otoño imponente.

Pero también hay imágenes de grandes territorios salvajes que no parecen domesticados por la intervención del ser humano, donde se puede intuir una creciente sensación de desamparo, un silencio envolvente y diáfano, una soledad dominante y opresiva.

Hay la imagen de un barco semihundido por un costado en la orilla de un canal en un estado de visible abandono, desahuciado por el paso del tiempo y la desidia, colonizado por la corrosión del óxido, muy cerca de un desvencijado muelle de madera que se revela inútil. Hay otra imagen de una cruz de hierro que se yergue en un pedestal de cemento en medio del agua, un silencioso y humilde homenaje a las víctimas que dejó a su paso el huracán Katrina hace unos años.
Hay una imagen en la que se puede ver un cartel de hierro o de latón clavado en el suelo, con grandes letras blancas impresas sobre un fondo verde, que dice “End of the world”, con la palabra “End” un poco más grande que el resto del mensaje, advirtiendo al viajero de la geografía limítrofe en la que se encuentra, la región donde acaba el mundo conocido: más allá la nada, lo ignoto, lo que no se sabe o no se puede nombrar porque se carece de palabras para hacerlo. Un aviso temible que se yergue por encima de restos de basura en el suelo y de nasas apiladas que algún pescador dejó en la orilla. Y más allá del cartel, una sinuosa lengua de agua en calma, uno de tantos canales que abundan en la zona, se extiende en el horizonte para posiblemente desaparecer en la inmensidad del océano.

A todo esto hay que añadir los retratos de los descendientes y actuales habitantes (algunos de ellos fallecidos recientemente) que miran fijamente a la cámara, sin decorados de fondo ni artificios, en un riguroso blanco y negro: una colección de rostros que traspasan las dos dimensiones del papel para hablarle al espectador, para decirle que ellos quieren perdurar, quieren que se les recuerde, a diferencia de la memoria de sus antepasados, cuyos ecos únicamente resuenan a través de su voces.

La exposición ha sido alojada en las salas de la Casa Museo Colón de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. Es probable que un emplazamiento nunca haya otorgado tanto sentido al contenido que alberga, con su típica arquitectura canaria, sus techos majestuosamente altos, sus extensas escaleras de piedra, sus patios interiores abiertos al cielo húmedo de las islas, sus balcones exteriores de madera que cuelgan hacia las calles empedradas, el blanco inmaculado de sus paredes encaladas, la verticalidad espléndida de sus pilares, la inmaterialidad del espacio que queda entre sus gruesos muros, a salvo de la agitación actual de la vida urbana, la Casa Colón, parada transitoria del navegante antes de internarse hacia lo desconocido, confiere un abrigo arquitectónico a la exposición que no hubiese tenido en otro sitio. Un espacio que no solo no interfiere en la contemplación de las fotografías y de los vídeos, ni en la lectura de los textos, sino que facilita la comprensión del espectador, añadiéndole una cierta cualidad extraordinaria a lo que ya es de por sí insólito.

Como muestra “Cislanderus”, cualquier historia de una diáspora acaba convirtiéndose no solo en una búsqueda constante de la identidad, y más cuando esa identidad se encuentra fragmentada en diferentes lugares, sino también en un relato dramático de ausencias y de olvidos. Del olvido que inevitablemente seremos.



"Cislanderus (Los descendientes canarios de Estados Unidos)", en la Casa de Colón de Las Palmas de Gran Canaria, desde el 9 de junio hasta el 28 de agosto.
Autor de las fotografías: Aníbal Martel.
Todas las imágenes expuestas aquí han sido utilizadas únicamente con fines didácticos y pertenecen a la página "Cislanderus".

Comentarios

  1. Si nunca un emplazamiento ha otorgado tanto sentido al contenido que alberga, tampoco había visto hasta ahora que un comentarista haya desvelado o incluso conferido tan eficazmente esa sinergia de que se beneficia el conjunto que forman ambos.

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