Una reflexión nietzscheana sobre la educación (2ª parte)



«Allí donde el hombre intuitivo, como en la Grecia antigua, maneja sus armas de manera más potente y victoriosa que su adversario, puede si las circunstancias son favorables, configurar una cultura y establecer el dominio del arte sobre la vida; ese fingir, ese rechazo de la indigencia, ese brillo de las intuiciones metafóricas y, en suma, esa inmediatez del engaño acompañan todas las manifestaciones de una vida de esa especie.»
Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral


Nietzsche afirmaba que una de las tendencias más nocivas a evitar en la educación es la fabricación en serie de individuos lo más uniformes y parecidos posible, como si estos fueran piezas intercambiables dentro de un sistema productivo en cadena. Al mismo tiempo, creía en una educación en la que cada alumno fuese capaz de encontrar su propia voz con el fin de ser él mismo, de buscar su propia autenticidad en medio de tanta homogeneidad y uniformización,

Ese sistema educativo debería contribuir al desarrollo de lo que todavía no se ha llegado a ser, pero que podría llegar a su cumplimiento si se diesen las condiciones favorables para ello. Se trataría de fomentar la singularidad que hay en cada uno de nosotros y que nos hace seres únicos e irrepetibles, y no meras copias o repeticiones de otros. Dicho en otras palabras, debería contribuir a la actualidad de lo potencial de cada uno -son los términos de Aristóteles-, a la reivindicación de nuestra particularidad.

A la luz de la nueva ley que acaba de implantarse en todos los niveles educativos -la LOMCE-, cabría preguntarse si el objetivo de este nuevo modelo de educación no es tanto la formación de ciudadanos aptos para la vida en sociedad, como la creación de consumidores cuya ideología no cuestione los privilegios de los poderes establecidos.

Puede que para lograr ese objetivo hubiese que empezar a hacer las cosas de otra forma, a pensar en la educación desde un punto de vista más amplio al que se ha venido utilizando hasta ahora.

Para empezar, se podría quitar importancia de una vez por todas a los resultados cuantificables -las tan temidas “calificaciones”-, para concedérsela al proceso cualitativo mediante el cual un individuo llega a ser lo que realmente es, o mejor, lo que realmente quiere llegar a ser.

Como decía Ortega y Gasset, la existencia no puede concebirse como la trayectoria fija de una bala, sino como un proyecto en constante edificación. Por eso no se entiende esta forma tan reduccionista y simple de concebir la educación, que sólo se centra en los resultados, en criterios perfectamente cuantificables, aunque ahora se escondan tras etiquetas tan indescifrables y pomposas como “estándares de aprendizaje” y cosas así.

En ese posible sistema educativo más creativo, aunque también mucho más arriesgado, en lugar de ese rol entre inquisidor y notario en el que se le ha encorsetado, el papel del educador podría consistir en orientar al alumno en esta investigación personal de lo que se es, algo que ya intuyó Sócrates cuando se autodefinió como un ser estéril de conocimientos, cuya virtud residía precisamente en ayudar a los demás en la adquisición de una sabiduría que a él parecía resistírsele. Nada más, pero también nada menos, que un catalizador de voluntades, un detonante de vocaciones encubiertas o un conductor de potencialidades adormecidas.

Comentarios

  1. Cada vez el Estado es menos un "nosotros" y más un "ellos" enemigo. Si tuviera hijos renunciaría a que cualquier sistema público o privado les enseñara lo que realmente considero valioso en el proceso educativo. Las autoridades están a todo lo contrario. Usaría la formación académica para la enseñanza instrumental y las lecturas, visitas culturales, etc para convertirlo en una persona. Desgraciadamente, la mayoría de los padres no tiene tiempo para meditar sobre estas cuestiones, ni tampoco para dedicar a sus hijos.

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