Descubriendo a Rembrandt


«De pronto, una pintura que parecía realista, se descubre llena de facetas extrañas y de zonas de hermetismo; y su ejecución técnica, que en las reproducciones pareció próxima al mimetismo de la fotografía, se revela densa y forzada, muy austera, con una tensión de formas y de colores que esperaríamos encontrar más bien en la pintura abstracta.»
Antonio Muñoz Molina, El atrevimiento de mirar


En los grabados de Rembrandt nada resulta tan obvio ni evidente como puede parecer a simple vista. Hay en ellos un juego implícito que contiene una originalidad enigmática y una singular elocuencia.

A fuerza de fijarse mucho y de concentrar pacientemente la mirada, de aislar ciertos pormenores del resto de la composición, ciertos detalles que se mostraban huidizos al principio, engañosamente insignificantes, de repente comienzan a desvelar sus matices escondidos o al menos disimulados, a contar pequeñas narraciones que complementan la historia principal, como si fuesen los personajes secundarios de una novela.

En algunas ocasiones se trata de unos simples trazos, aparentemente desordenados, colocados como al azar por puro descuido del autor. Otras veces, consiste en algo así como unas sombras que revelan secretos ocultos, como cuando escribíamos en un papel con tinta invisible para luego poder leer su contenido al calentarlo con el fuego. Y otras veces se trata de pequeños fragmentos, apenas visibles para el ojo humano, que otorgan una novedosa dimensión a lo ya percibido de una manera excesivamente esquemática, sin demasiadas profundizaciones.

En Adán y Eva hay que prestar mucha atención para contemplar el diminuto elefante apenas perfilado al lado del tronco del árbol, muy cerca de los pies de una Eva pintada con gran realismo, con una expresión que se inclina más bien hacia lo desagradable, desgreñada y no especialmente joven ni bella.

La elocuencia de sus gestos recuerda vagamente a la escena central de La escuela de Atenas, que escenificaba el desacuerdo entre los dos filósofos más importantes de la Antigüedad: Platón señalando con el dedo el Mundo de las Ideas, la teoría más importante de su filosofía; Aristóteles, en frontal discordancia con su maestro, indicando con la palma abierta de su mano su interés por las cosas terrenales.

En el grabado de Rembrandt, Eva muestra con ambas manos la atracción irresistible representada por la fruta prohibida, justo en el centro de la composición, y se la ofrece a un Adán indeciso y receloso, quizás un tanto sorprendido ante el regalo inesperado de su compañera, con un gesto de su mano muy parecido al de Platón.

En Desnudo masculino sentado y de pie -también conocido como Las andaderas-, detrás de los dos bocetos del mismo joven que posa de pie y sentado para los artistas que lo están dibujando fuera del encuadre, se pueden observar los trazos minimalistas, apenas insinuados, casi etéreos, de un estudio de arte, y también a una niñera tratando de entretener a un niño pequeño -puede que el propio hijo de Rembrandt-, metido dentro en una especie de andador de la época.

Escenas como estas representan algo más que meros instantes congelados en el tiempo. Son capaces de contar una historia, como minúsculas piezas de teatro con un pasado, un presente y un futuro, creadas para regocijo del espectador. De hecho, Rembrandt a menudo realiza diferentes versiones de una misma matriz que juegan con diferentes tonos de luz, cada una de ellas con un poco más de sombra que la anterior, como si fuesen diferentes fotogramas de una película, anticipando su movimiento tres siglos antes de la invención del cine.

En La resurrección de Lázaro uno puede adivinar no solo la conversación previa de Jesucristo con las hermanas de Lázaro, sino también, las palabras pronunciadas por Jesucristo para obrar el milagro, y la posterior conmoción de las personas presentes al contemplar que Lázaro se levanta del sepulcro.

Toda esta historia, concentrada en una única escena, con esa teatralidad que tiene algo de sobrecogedor, se encuentra concentrada en la fuerza expresiva de los protagonistas, especialmente la de Jesucristo, con su gesticulación tan exagerada, que ocupa el centro de la imagen y se encuentra en la línea divisoria entre la luz y la sombra: la luz de los vivos frente la sombra de los muertos.

En El jugador de cartas trata de humanizar el rostro humano para despojarlo de cualquier artificio hasta rebajarlo a la mínima expresión: el rostro adusto, de semblante serio, la mirada de concentración ante el mazo de cartas, el claroscuro acentuado de su gorro y el pelo largo que le cae sobre los hombros. De este modo, consigue convertirlo en una esencia pura, muy próxima y cercana, de una sobriedad conmovedora.

En uno de sus autorretratos, aquel en el que aparece con gorro y bufanda, acentúa ese claroscuro heredado de Caravaggio para mostrar una mirada mucho más melancólica y taciturna que la de otros autorretratos, tamizada detrás de las profundas sombras que cubren su rostro, como una especie de antifaz que maquillara la tristeza. Tristeza a la que ni siquiera los grandes artistas son inmunes.



[La exposición “Grabados de Rembrandt” puede verse en la Casa Colón de Las Palmas de Gran Canaria hasta el 28 de febrero de 2017]




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