Doble sesión de cine



«Eran días en los que el cine era un espejo. Un espejo incluso de mi desorientación porque no ignoraba -y sufría por ello- que, del mismo modo que el cine organizaba la realidad visual, las buenas novelas organizaban la realidad verbal.»
Enrique Vila-Matas, París no se acaba nunca


Aparte del detalle de la fotografía impecable en blanco y negro, a simple vista, podría decirse que el parecido entre Laura, de Otto Preminger, y Psicosis, de Alfred Hitchcock, es el que existe entre un huevo y una castaña: la primera es un clásico del género negro; la segunda ha pasado a la posteridad no solo como una de las cumbres indiscutibles de su director, sino también de la historia del cine.

Sin embargo, si nos paramos a pensarlo detenidamente, hay ciertas concomitancias entre ambas películas que merecerían ser destacadas. Para empezar, los giros argumentativos tan abruptos que podemos encontrar en cada una de ellas.

En Psicosis, Hitchcock tuvo la osadía de especular descaradamente con las expectativas del espectador al asesinar a la protagonista principal de su película -la famosa escena del acuchillamiento en la ducha- justo en mitad de la trama: lo que empieza como el simple robo de un dinero en una empresa, acaba en un asesinato brutal con muy pocas posibilidades de llegar a esclarecerse.

Al llegar a este punto del metraje, es comprensible que muchos espectadores se hayan sentido profundamente decepcionados por el siniestro giro de los acontecimientos, que lo inserta sin contemplaciones casi en otra película completamente diferente a la que esperaba ver. Curiosamente esa ruptura de la linealidad argumental no solo no consigue deslucir el resultado final -uno de los grandes temores de Hitchcock-, sino que supone esa peculiaridad que la convierte en una película tan especial.

Por su parte, Preminger realiza en Laura una maniobra parecida a la de Hitchcock, pero podríamos decir que en sentido inverso. En este caso, la protagonista principal no desaparece en medio de la trama, sino que aparece inesperadamente cuando todos los protagonistas -incluido el detective que investiga su desaparición- piensan que está muerta.

Se trata de dos genialidades únicamente a la altura de los directores más grandes, dos giros argumentativos tan arriesgados como sorprendentes que tienen la virtud de mantener al espectador pegado al sillón, mientras intenta esclarecer la enigmática encrucijada a la que ambos directores le han conducido.

En segundo lugar, el peso del protagonismo en ambas películas recae en personajes femeninos que no actúan como mujeres fatales -lo más habitual en el cine de aquella época-, sino que, por el contrario, atraen trágicamente la fatalidad hacia ellas de manera involuntaria.

Una fatalidad representada en ambas miradas de las protagonistas: la mirada sin vida que se le queda al personaje interpretado por Janet Leigh, después de haber sido salvajemente asesinado en la ducha, en la película de Hitchcock; y la mirada misteriosa del retrato de Gene Tierney en el que todo el mundo repara al entrar en su casa, en la cinta de Preminger.

No es de extrañar que el simbolismo trágico se concentre en las miradas de ellas, porque ambas películas se articulan en torno al universo femenino, y porque están basadas en historias de amor truncadas, en lo que pudo haber sido pero nunca llegó a ser.

En el fondo, las dos películas tratan de historias crueles que hablan de pasiones desmesuradas, de intentos frustrados de encontrar la felicidad junto a la persona amada, de la frontera insalvable entre lo que uno desea y lo que puede llegar a conseguir.

En definitiva, tratan de la intolerancia al fracaso que mueve a los protagonistas masculinos: un muchacho acomplejado y gravemente perturbado por la influencia de su madre en Psicosis, o un periodista altanero y acostumbrado al éxito en el caso de Laura.

Toda una lección de vida en estos tiempos de amores tóxicos en los que cada día salen a la luz tantos casos de violencia machista, y que a menudo acaban de forma trágica para las mujeres.


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