«El mayor elogio que me dedicaron en toda mi vida fue
cuando alguien me preguntó qué opinaba y esperó mi respuesta. Cuando ocurre
algo así me sorprendo, aunque por supuesto me agrada, ya que se hace un uso tan
poco corriente de mí, que siento como si se me conociera y respetara.»
Henry David Thoreau, «Una vida sin principios»
Qué duda cabe de que los avances de
las nuevas tecnologías han conseguido lo que hasta hace poco parecía un
argumento de las ficciones más inverosímiles: expandir los territorios de la
Filosofía a un número de lectores cada vez más amplio.
La eliminación de las barreras
espacio-temporales entre autores y lectores, así como la difuminación de la
figura del editor y de los consejos editoriales -que actuaban como filtros de
calidad, es cierto, pero también como un freno a la espontaneidad creativa-, han
fomentado una relación más inmediata entre usuarios que comparten una red de intereses
comunes.
Admitámoslo de una vez por todas:
nunca antes había sido tan fácil lanzar un mensaje al mar insondable de
internet para que millones de posibles receptores puedan recibirlo cómodamente al
abrigo de sus casas, bajo la fluorescencia de las incontables pantallas de
ordenador, de móviles inteligentes o de tabletas de última generación.
Todo esto ha contribuido a consolidar
el discurso filosófico no solo donde tenía razón de ser y era estrictamente
necesario -esto es, en los circuitos académicos-, sino también, y esa es la
excelente noticia, en otros ámbitos de acceso más fácil y cómodo al gran
público. Por fin la Filosofía ya no es un discurso exclusivo de los círculos universitarios,
sino una disciplina que parece haberse democratizado.
Sin embargo, no todo son buenas
noticias en esta “aldea global” en la que se suceden nuestras interacciones
cotidianas. Es de temer que al mismo tiempo que las facilidades para la difusión
de sus mensajes, también ha proliferado una peligrosa caterva de
conferenciantes y de autores “sesudos” que, en última instancia, no son más que
audaces charlatanes adornando sus discursos con ropajes pseudofilosóficos, citas
de segunda mano traídas por los pelos y un sinfín de majaderías de dudosa procedencia.
Hoy en día no es infrecuente
escuchar a reputados presentadores de actos públicos, o incluso a responsables
institucionales, citando frases magistrales de algún filósofo ilustre (la
mayoría de las veces, sacadas de contexto y, por tanto, mal utilizadas), sin
tener la más mínima idea de quién es el filósofo en cuestión, ni ser capaces de
deletrear su nombre en muchos casos.
Los que proceden de esta manera
tan pedestre, pensarán que su pretendida erudición otorga prestigio y solidez a
su discurso, algo así como una “sabia elocuencia” digna del orador más avezado
en cuestiones abstractas, pero lo cierto es que lo único que consiguen es
restarle credibilidad a sus palabras y quedar en ridículo ante su auditorio.
Tampoco es infrecuente encontrar en
la mesa de novedades de las librerías títulos premeditadamente impactantes que
“venden” sabiduría a espuertas, plagados de aparentes verdades inmutables, pero
que en el fondo han sido escritos con una palabrería de fuegos de artificio que
muy poco o nada tiene que ver con las panaceas que prometen, entre otras cosas,
porque si algo nos han enseñado dos mil quinientos años de tradición filosófica,
es que ante la complejidad de la existencia no existen las recetas fáciles ni las
fórmulas milagrosas.
Más de una vez nos hemos
encontrado alguno de estos “sabios eminentes” que, sin molestarse en disimular
demasiado, se limita a imitar indisimuladamente el ya de por sí engorroso estilo
de Heidegger, uno de los filósofos más suplantados por estos imitadores de
turno, dicho sea de paso.
Eso, por no mencionar la enorme cantidad
de frases de filósofos emblemáticos que circulan diariamente por las redes
sociales, mensajes copiados y repetidos sin descanso, despojados de su capacidad
persuasiva, descontextualizados de su sentido original y tristemente
vulgarizados hasta la náusea.
Por eso, en paralelo a la anhelada
democratización de la Filosofía, que es una noticia muy estimulante para todos
aquellos que nos dedicados a esta noble disciplina milenaria, es de temer que
también se esté produciendo una peligrosa banalización de la misma.
Habrá que esperar todavía un poco
para comprobar si la Filosofía se gana un hueco definitivo en el debate
público, el lugar que siempre le ha correspondido por su propia naturaleza, si
se convierte en una mera superchería de charlatanes de turno, o peor aún, si se
ve reducida a un mero entretenimiento de usar y tirar en las redes sociales.
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