«Dice James Joyce que los hechos futuros proyectan
una sombra anticipada sobre el presente. El pasado que pudo haber sucedido
imprime una sombra parecida a lo que vino después. En ese espaciotiempo
conjetural es donde habitan los fantasmas, asomándose con caras borrosas detrás
de un telón, cruzando de incógnito por los lugares en los que pudieron haber
vivido.»
Antonio Muñoz Molina, Un andar solitario entre la gente
En alguna
ocasión he mencionado que vivimos como si fuésemos inmortales. Todo a nuestro
alrededor parece alimentar ese mensaje subliminal, que se clava en el inconsciente
colectivo como si fuese una nota en el tablón de anuncios: los horarios y las
rutinas laborales, las obligaciones cotidianas, las agendas repletas, las tareas
siempre pendientes, la maquinaria económica que no duerme ni descansa.
Es el «traje» que
menciona Javier Sádaba en su libro Ética
erótica: el traje que nos hemos fabricado a medida, con el que salimos a la
calle y con el que nos ven habitualmente los demás; el traje elaborado a través
del contacto diario con los otros, personas como nosotros que también poseen su
propio traje a medida. Y, añade Sádaba: «en algunas ocasiones el traje tapa
tanto el cuerpo que no se sabe si se está frente a un humano o ante un
maniquí».
Sin darnos
cuenta de ello, el propio lenguaje que usamos todos los días fomenta esta falsa
sensación de permanencia y de seguridad: cada uno de nosotros «somos» algo, las
cosas «son» de esta o de aquella manera, la sociedad «es» la suma de sus
individuos.
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Fotografía de Antoni Arissa |
Lo advirtió Nietzsche
en su momento, con su vehemencia y su locura y sus chispazos de genialidad: el
verbo más importante de nuestra tradición occidental, el verbo «ser», es «el
Gran Embaucador», un prestidigitador sutil y silencioso que nos ha engañado durante
siglos de consolidación metafísica. Quién lo iba a decir: el problema
ontológico reducido a un mero problema lingüístico.
Hasta la
categoría de «futuro» (el fantasma más huidizo, la sombra que acecha nuestros
anhelos), parece tener entidad y substancia, aunque solo sea en nuestra
imaginación enfebrecida, y ahí todos caemos en la trampa como niños ingenuos:
nos encanta proyectarnos en lo que «todavía-no-es», en las posibilidades
«futuribles», aunque sepamos de sobra que podrían «llegar-a-no-ser».
Mentiríamos si
dijésemos que no alimenta nuestra esperanza pensar en el «todavía», sin tener
en cuenta su inevitable inconsistencia, su condición de fantasma, su extrema
volubilidad. Hume ya nos advirtió que mañana puede no salir el sol. Claro que
él lo dijo con la intención de cuestionar la metafísica y no para amargarnos el
desayuno.
Nos entretiene pensar
en lo que podría haber pasado y sin embargo nunca ocurrió ni posiblemente vaya
a ocurrir nunca. Hay una película de hace unos años, Dos vidas en un instante (Sliding
Doors, 1998), protagonizada por Gwyneth Paltrow, que especula con las
posibilidades divergentes de su protagonista, como un jardín de senderos que se
bifurcan, si esta hubiese perdido el metro que la llevaba de vuelta a
casa.
Sea
como sea, enredados en nuestras ocupaciones habituales, obnubilados por la fascinación
del lenguaje o entretenidos por nuestra imaginación desbordante, el caso es que
nuestro modo de vida fomenta la falsa ilusión de disponer de un tiempo sólido e
infinito, de que no existe ninguna fuerza capaz de mover el suelo bajo nuestros
pies.
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Fotografía de Antoni Arissa |
Sin embargo, basta
un leve imprevisto como el que estamos padeciendo estos últimos días, la repentina aparición de un
pequeño virus (que ni siquiera es de los más agresivos ni devastadores; sabemos
que hay otros mucho más letales que el Covid-19),
para que de repente lo común se vuelva extraordinario, lo extraordinario se
vuelva lo más común, para que todas nuestras certezas se disipen como niebla
entre los dedos.
Sucede el día menos
pensado, a una hora cualquiera, en el contexto menos pensado: ocurre que todas
esas aparentes seguridades, que parecen sostener nuestra vida sobre pilares
inconmovibles, se revelan de repente como lo que realmente son: pura y simple fantasmagoría.
Entonces, como si
fuesen hojas zarandeadas por un vendaval nefasto, o como un endeble castillo de
naipes, todas las cosas se caen. Algunas de ellas lo hacen de forma estrepitosa
y quizás irremediable; otras, tan solo se quiebran o se tuercen momentáneamente.
Sean grandes o
pequeñas, recuperables o irremediables, individuales o colectivas, todas tienen
un denominador común: el hecho de sacar a relucir nuestra esencial fragilidad,
la evidencia de que controlamos muchos menos factores de lo que nuestro modo de
vida nos induce alegremente a pensar.
Se llama
vulnerabilidad lo que sentimos. Por fin somos capaces de ponerle nombre. Ahora
nos toca aprender la lección, pero eso aún está por ver.
Cuando Pessoa
murió en el Hospital de San Luis, solo, envejecido, con el hígado destrozado
por el alcohol, le encontraron el siguiente verso en inglés: “I know not what
tomorrow will bring” (“No sé lo que traerá el día de mañana”). Nunca un
fingidor que hizo de la mentira su profesión escribió una frase más acertada.
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Fotografía de Antoni Arissa |
Acertada y oportuna reflexión.
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