La iniquidad del tiempo



«Nos encontramos así, en cierto sentido, con la aplicación literal de lo que en efecto hace el tiempo: minuto o segundo que llegan, minuto o segundo que ya han transcurrido, y que en tan breve espacio de tiempo han pasado de ser futuro a ser pasado, de no haber llegado a haberse ido.»
Javier Marías, “El temor a vivir a destiempo”


Con demasiada facilidad se nos olvida el camino que hemos recorrido hasta llegar al momento actual, la deriva de los años y de las circunstancias, la incesante sucesión de cambios que dan a nuestra vida una forma elástica y plural, algunos de ellos tan minúsculos e insignificantes que apenas nos detenemos a pensar en ellos.

Por ejemplo, solemos obviar el hecho de que hasta hace muy poco vivíamos en un contexto “pre-tecnológico”, o al menos no tan “tecnologizado” como el de ahora, tan sometido al uso constante de las nuevas tecnologías.
Un contexto en el que aún no existía el mundo sin fronteras de internet, ni la conectividad ubicua de los móviles, por citar solo dos de los hábitos más extendidos. Un contexto en el que, si uno quería hacer una llamada de urgencia, debía asegurarse de llevar siempre algunas monedas sueltas en los bolsillos, o si pretendía buscar alguna información en las bibliotecas, tenía que pasar largas y tediosas horas delante de un mastodóntico archivador que incorporaba un arcaico sistema de fichas blancas de cartón.

Ya nadie suele llevar monedas sueltas en los bolsillos para una llamada de urgencia, y las cabinas telefónicas casi han desaparecido del paisaje urbano, y la búsqueda de cualquier información se puede realizar desde cualquier terminal con acceso a internet en apenas unas milésimas de segundo.

En la actualidad, bibliotecas enteras caben dentro de un libro electrónico que tiene el tamaño y el peso de una libreta pequeña; las enormes y abundantes estanterías repletas de discos de vinilo o cajas de música o estuches de películas han sido sustituidas por un pequeño aparato electrónico capaz de albergar en su interior toda la música, todas las películas o todos los documentales que uno pueda imaginar, los antiguos vídeos y los no tan antiguos reproductores de deuvedés han sido sustituidos por formidables televisores inteligentes con centenares de canales y conexión a internet.

Viajar se ha vuelto un pasatiempo más cómodo y más barato que nunca gracias a webs que buscan las mejores ofertas de vuelos, las conexiones más fáciles, los hoteles mejor situados en las ciudades, y todo eso sin tener que ajustarse a las condiciones que imponían las tediosas agencias de viajes.

E incluso, si así lo deseamos, hasta la provisión de alimentos para nuestros hogares podemos realizarla mientras estamos sentados cómodamente delante del ordenador, a golpes de clicks, en lugar de cargar aparatosamente con el carro de la compra por hipermercados atestados de clientes.

Todas estas acciones, que hasta hace poco eran impensables salvo en las películas ambientadas en un futuro ajeno y extraño, se han vuelto tan habituales, que ya no recordamos aquel pasado no tan lejano que implicaba una considerable inversión de tiempo y de esfuerzo.

Pensaba en todo esto mientras volvía a leer La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, de Antonio Tabucchi, una novela negra que tenía completamente olvidada en las estanterías. En el transcurso de una investigación abierta tras un extraño asesinato, el protagonista de la novela, un joven periodista de Lisboa que viaja a Oporto para intentar esclarecer el suceso, hace cosas tan inusuales y desfasadas en la actualidad como buscar monedas sueltas en sus bolsillos para llamar por teléfono, usar cabinas telefónicas o atravesar la ciudad de un extremo a otro en busca de una información que hoy podríamos obtener gracias a internet de forma casi inmediata.

Publicada en 1997, no tendría por qué considerarse una novela tan arcaica y obsoleta, y sin embargo, debido a los grandes cambios acaecidos desde entonces, cambios que han alterado sustantivamente nuestra manera de estar en el mundo, en algunas páginas se percibe un anacronismo prehistórico que evidencia el desfase histórico entre nuestro presente y el año en el que el libro salió a la luz.

Como el asombro y la turbación que nos asalta cuando analizamos los cambios descubiertos en una fotografía que fija un instante en el tiempo, así también la literatura nos ayuda a comprobar cómo hemos cambiado nuestros hábitos a lo largo de los años, aquello que hemos dejado de ser para llegar a convertirnos en lo que ahora somos. Como el inquietante reflejo de un espejo en el que a veces no conseguimos reconocernos por mucho que lo contemplemos.




Comentarios

  1. Es cierto que tecnológicamente cada vez vamos más rápido. Y sin embargo no es menos cierto que anímicamente, es decir, en nuestros comportamiento, nuestros sentimientos y emociones -la falta de conocimiento de ellos y por lo tanto de control de los mismos- no hemos progresado prácticamente nada; si no es que estamos retrocediendo hacia un individualismo cada vez más aislacionista unos de otros. El progreso tecnológico no mejora nuestras interrelaciones, al contrario, nos comprendemos menos porque tenemos que hacer menos esfuerzos para comprendernos. La experiencia del otro la tenemos a través de los medios tecnológicos. Prácticamente vamos dejando de interactuar directamente entre nosotros delegando en un contacto mediado por los medios -el teléfono, la red- que nos protegen del horror o, como mínimo, la incomodidad de tratar con el otro directamente. (Y al mismo tiempo unos tipos difunden vídeos por internet cortando cabezas: muy simbólico de lo que significa en realidad la tecnología para el ser humano)

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