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«Si lo que dejé escrito en el libro de los viajantes puede, releído un día por otros, entretenerlos también en el tránsito, estará bien. Si no lo leen, ni se entretienen, estará bien también.»
Fernando Pessoa, El libro del desasosiego


Vaya por delante que la conmemoración cada año del Día del Libro es para los que se dedicamos a aporrear teclas lo más parecido a una especie de navidad desacralizada y jubilosa, y que además uno no tiene la más mínima intención de presumir de puritanismo, ni de adornarse con una fama de eterno enojado, pero hay ciertas actitudes y costumbres que no por repetidas durante mucho tiempo dejan de ser menos injuriosas.

Por muchos actos que se celebren durante los días adyacentes al 23 de abril, resulta un ejercicio de frivolidad, cuando no de puro cinismo, el hecho de pasar por alto la crisis monumental que sufre desde tiempos inmemoriales el ámbito de la cultura, con unos índices de lectura de los más bajos de los países desarrollados; con unos políticos obcecados en recortar bienes culturales siempre que las circunstancias adversas se lo permitan; con un sistema educativo que desprecia y arrincona las disciplinas de Humanidades -entre ellas, la Filosofía- por considerarlas estériles e improductivas para el mercado laboral; con un desinterés generalizado de la ciudadanía por todo aquello que implique la promoción del conocimiento.

Algo parecido ocurre con el sufrido mundo del libro que tanto se celebra en esos días, con una industria editorial permanentemente al borde del colapso, en la que cada vez cuesta más publicar un libro en el que se invierte mucho tiempo y esfuerzo; con librerías locales que cierran definitivamente sus puertas ; con Ferias del Libro en las que los auténticos escritores han sido reemplazados por miembros de la farándula o estrellas de la televisión que airean sus miserias personales en un volumen insufrible que ni siquiera han escrito ellos mismos.

Buena parte de los que se dedican a emborronar páginas están hastiados de encontrarse auditorios desiertos o muy poco concurridos en las presentaciones de libros, de colaborar gratuitamente en actividades literarias con escasa o nula repercusión social, de reclamar para su labor una visibilidad que nunca se les ha concedido, de solicitar oportunidades y espacios de encuentro para difundir su obra.

Si por algo se ha caracterizado tradicionalmente nuestra sociedad es por el maltrato sistemático a los escritores, a los que se les trata con una mezcla de conmiseración y displicencia mientras no ganen el Nobel de Literatura o el Cervantes o algún sustancioso premio literario de los que se conceden a dedo para vergüenza de los autores honestos.

Los mismos escritores a los que las autoridades de turno les requieren insistentemente para impartir charlas y conferencias que nunca llegan a cobrar -porque lo de ellos es una vocación y un arte, pero no una profesión, y eso no se paga con dinero-, así que no tienen más remedio que buscarse un segundo o un tercer trabajo mal pagado para poder liquidar las facturas acumuladas y dedicar el poco tiempo libre que les queda a la escritura.

En nuestro país siempre ha existido una tendencia perniciosa a maltratar la memoria de los escritores muertos, aquellos que ya no pueden opinar ni defenderse sobre lo que hacen con el resultado de su obra; a convertirla en un fósil impreso en los sobrecillos de azúcar que se sirven con el café; a incluirla como una introducción erudita o como un epílogo presuntuoso en las proyecciones visuales de algún presuntuoso de turno que nunca ha conseguido culminar tres párrafos seguidos; a exhibirla impunemente como un adorno superficial en las redes sociales.

Interminable sería la lista de los escritores a los que con frecuencia se les ninguneó o se les despreció a lo largo de toda su vida -Juan Carlos Onetti, Julio Ramón Ribeyro, Jorge Ibargüengoitia, Julián Marías-; los que murieron solos, empobrecidos y en el más absoluto anonimato a pesar de haber entregado su vida a la literatura-Fernando Pessoa, Franz Kafka-; los que fueron hostigados a causa de su orientación sexual -Truman Capote, Óscar Wilde, Federico García Lorca, Reinaldo Arenas-, de sus opiniones políticas -Miguel de Unamuno, Heberto Padilla, Jorge Semprún, Miguel Hernández-, o religiosas -Salman Rushdie-; los que fueron rechazados o perseguidos por su origen de nacimiento -Primo Levi, Walter Benjamin, Elías Canetti-; o las que fueron privadas del debido reconocimiento por su condición de mujer -Virginia Woolf, Simone de Beauvoir, María Zambrano.

Si nos detenemos a pensarlo, se multiplicarían sin cesar los ejemplos de vilezas y de iniquidades que han sufrido numerosos escritores, consagrados posteriormente por los laureles de una popularidad que todo lo maquilla o lo silencia.

Con demasiada frecuencia se olvida, por ejemplo, que José Saramago se exilió por voluntad propia a Lanzarote porque el Ministerio de Cultura de Portugal le censuró El evangelio según Jesucristo, la misma institución que lloró amargamente su pérdida cuando murió, y que en la actualidad se jacta de utilizar su legado literario como un reclamo turístico de la ciudad de Lisboa; o que tras perder las elecciones presidenciales, Mario Vargas Llosa tuvo que huir de Perú y buscar una segunda nacionalidad -la española- porque el recién proclamado gobierno de su país -el de Fujimori- amenazada con convertirlo no solo en un chivo expiatorio, sino también en un ciudadano apátrida.

Eso por no hablar de los dislates que han cometido en numerosas ocasiones los miembros de la Academia sueca -una institución presuntamente al margen de intrigas palaciegas; un jurado que debería garantizar la imparcialidad y la calidad del premio que otorga-, con sus erráticas e injustas decisiones, privando del galardón y del consabido reconocimiento a algunos de los mejores escritores que han existido nunca -Jorge Luis Borges, James Joyce, Julio Cortázar-; o concediéndoselo a quien en absoluto tenía méritos para aspirar a él -Cela, Churchill, Echegaray- en detrimento de otros que probablemente sí lo han merecido -Galdós, Nabokov.
El mejor homenaje que le pueden hacer a los libros los lectores auténticos, aquellos que no alardean del vicio de la lectura un único día al año, es dejar de buscar el gesto superficial o el reconocimiento petulante, y dedicar la mayor parte de su tiempo a leerlos y a releerlos, a dialogar con ellos, a escribir sobre ellos, a recomendarlos a los amigos que sepan apreciarlos.

Y el mejor favor que las autoridades les pueden hacer a los escritores auténticos, aquellos que han convertido la tarea de aporrear teclas en el leiv motiv de sus vidas, aquellos que no pueden dejar de escribir un solo día sin la angustiosa sensación de haber perdido el tiempo, aquellos que únicamente encuentran un sentido a lo que son y a lo que hacen cuando se dedican a emborronar páginas, es dejarlos trabajar tranquilamente para que puedan desarrollar cada día su obra de la mejor manera posible, porque la lucha titánica con el propio talento y con las adversidades imprevistas constituye por sí misma la peor de las batallas.

Todo lo demás, las superficialidades y las imposturas, los escaparates y los fuegos de artificio, las quejas repetidas y los discursos vacuos, es el humo que únicamente entretiene al graderío y, de paso, sigue ocultando la raíz del asunto. O como afirmó una vez Juan Marsé, no deberíamos confundir la literatura con el ambiente literario.

Comentarios

  1. Esto es siempre lo mismo. Literatura no es lo mismo que ambiente literario, obviamente. Ambiente literario es mercado y literatura es todo lo contrario, es anti mercado, es amar las letras, mire usted qué cosas, amar su sonido, su dibujo, es amar el espíritu que sale de juntar unas cuantas con cierta fortuna. Nada de eso se puede comprar ni vender. No te dan nada por disfrutar de leer, de escribir ("no ganará plata con ellos/no entrará al cine gratis con ellos/no le darán ropa por ellos/no conseguirá tabaco o vino por ellos", juan gelman); y está bien que así sea. No es un trabajo, no es un medio de vida, no es una profesión (lo otro sí, lo del mercado, lo de ser escritor -productor-, lo de ser editor -empresario-, lo de ser popular en ventas -el más vendido-) La desilusión de Martin Eaden que no comprendía por qué antes lo ignoraban y después se pirraban por él si no había cambiado ni una coma, así lo decía él, no he cambiado ni una coma y ahora, por lo mismo que antes me despreciaban, ahora me quieren, pues la desilusión de Martin, digo, es la desilusión del vendedor que no comprende por qué -¿y quién lo comprende?- no vendía antes y por qué sí vende ahora. Martin se tiró al mar desde su yate. ¿Amaba Martin la literatura?

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  2. Eso de que Cela no se merecía el Nóbel....¡permítame que disienta!

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