Adhesiones inquebrantables


«El mayor elogio que me dedicaron en toda mi vida fue cuando alguien me preguntó qué opinaba y esperó mi respuesta. Cuando ocurre algo así me sorprendo, aunque por supuesto me agrada, ya que se hace un uso tan poco corriente de mí, que siento como si se me conociera y respetara.»
Henry David Thoreau, «Una vida sin principios»

Debido a las consecuencias de un escepticismo exacerbado, por principio uno suele desconfiar de aquellas personas que declaran fervientemente ser individuos “de una sola pieza”, que presumen en público de abrazar compromisos inalterables, que manifiestan adhesiones inquebrantables sin ningún tipo de vacilación o de cautela.

A estas alturas uno ha llegado a descubrir que la vida puede dar muchas vueltas en el transcurso de los años, algunas de ellas del todo imprevistas e insospechadas, que lo que hoy es blanco mañana puede ser negro o viceversa, que la realidad está llena de zonas intermedias y de matices, a menudo también de confusiones y de arrepentimientos.

Hablaba hace poco con unos amigos de esta desconfianza innata hacia las adhesiones inquebrantables a propósito del mal sabor de boca que me había dejado la última película de Clint Eastwood, El francotirador, con su detestable exaltación del patriotismo, su maniqueísmo trasnochado, su sospechoso racismo.

Basada en las hazañas del francotirador más popular de los Estados Unidos durante la guerra de Irak, en la película hay un momento revelador en el que su protagonista conversa con un psiquiatra sobre las numerosas vidas que ha sesgado, incluidas las de mujeres y niños.

Dada la escabrosa naturaleza de su misión, cuando el psiquiatra le pregunta si en algún momento se había arrepentido de ello, si había tenido algún tipo de cuestionamiento moral al respecto, él le contesta con una negación rotunda y categórica, sin ningún atisbo de tribulación o de zozobra, e incluso alardea de “no ser de esos militares que dudan”, que siempre ha estado completamente convencido de que luchaba por su país, por ideales entronizados por encima de las personas, y que había cumplido su deber lo mejor posible, de la manera que todos los que estaban a su alrededor esperaban de un francotirador de élite como era él.

Es precisamente ese tono frío y al mismo tiempo monstruoso que manifiestan los que tienen el poder de decidir sobre vidas humanas, ese peligro que subyace tras los ideales abrazados con la determinación de un suicida, esa excitación producida por creencias elevadas a la categoría de un mandato divino, lo que hace a uno ponerse en guardia inmediatamente y defender lo que considera un sano y prudente escepticismo.

Después de ver la película, uno se preguntaba si quizás fuese un problema de la manera de ver el mundo que tiene la sociedad norteamericana, o mejor, de la manera que tiene el cine norteamericano de representar su forma de vida, con esa inclinación hacia la polaridad extrema y sin matices, hacia la defensa ciega de aquello en lo que creen -la patria, la familia, el trabajo o el orden social-, hasta el punto de suspender todo tipo de enjuiciamiento moral y de llevar hasta la intransigencia sus convicciones.

Pero acto seguido uno se dio cuenta de que eso que el cine norteamericano suele representar con tanta vehemencia y desde tantos ángulos diferentes, puede que no sea más que un peligroso síntoma de todas las sociedades contemporáneas, donde las adhesiones inquebrantables están de moda.

Y lo que es aún peor, que cualquier posicionamiento en contra o indicio de duda respecto a esas convicciones, es susceptible de ser interpretado como una falta de integridad, cuando no de deslealtad y de traición hacia los otros miembros de la tribu. Lo cual no es más que otra manera de fomentar la desconfianza y el fanatismo entre nosotros mismos.




Comentarios