El descrédito actual de la política (1ª parte)



«Sólo quien está seguro de no quebrarse cuando, desde su punto de vista, el mundo se muestra demasiado estúpido o demasiado abyecto para lo que de él le ofrece; sólo quien frente a todo esto es capaz de responder con un “sin embargo”; sólo un hombre de esta forma constituido tiene “vocación” para la política.»
Max Weber, “La política como vocación”


La política es un asunto demasiado serio para dejarla en manos de personas sin escrúpulos. Personas que durante muchos años no han vacilado en llenarse los bolsillos descaradamente mientras se atrevían a dar lecciones de moralidad al resto de sus conciudadanos.

Desde hace ya bastante tiempo se ha instalado la opinión de que la política, en lugar de ser el espacio edificante y constructivo en el que se dirimen los asuntos públicos, se ha convertido en un escaparate de veleidades endiosadas; en una oportunidad para medrar en el escalafón social, o para llenarse indiscriminadamente los bolsillos a costa del erario público, o para urdir asuntos de sospechosa responsabilidad, cuando no directamente inmorales e ilegales; en un juego infantil y egocéntrico de “quito a los protegidos de otros para poner en su lugar a mis propios protegidos”.

Con demasiada frecuencia se tiene la impresión, no carente de fundamento en la realidad cotidiana, de que muchas personas que trabajan en la política, o que aspiran a trabajar en ella, no lo hacen por auténtica vocación, como señala Max Weber, por una encomiable voluntad de transformación de la sociedad hacia unas condiciones mejores, más igualitarias y justas, sino por una simple cuestión de ambiciones personales y de ganancias lucrativas.

Las principales consecuencias de esta manera tan deplorable de entender la res publica, es que el amiguismo y el clientelismo se han impuesto en el escenario político como algunas de las prácticas más habituales.
Las personas que se encuentran dentro del sistema político parecen pertenecer a él, no en virtud de sus méritos personales o de sus cualidades innatas, sino únicamente por ser “amigo de” o “conocido de” o “familia de” alguien que se ha encargado de abrirle las puertas y que no ha tenido ningún escrúpulo en favorecer exclusivamente a los miembros de su tribu.

Al mismo tiempo que esto ocurría, también se instauraba en el ambiente político una especie de mafioso sistema de protección y amparo con el que los individuos más poderosos han patrocinado y protegido, incluso en aquellos casos flagrantes de actuaciones ilícitas, a quienes se acogían públicamente a ellos, a cambio de su sumisión y de sus servicios.

Cuando debido a todo esto, se ha insistido en la importancia que tiene la gestión honesta de los recursos públicos, la responsabilidad que deberían presidir las decisiones y los actos de nuestros representantes, el intento por alcanzar una sociedad más solidaria, por citar solo algunos elementos que debería tener una sociedad que gozara de una buena salud democrática, muchos ciudadanos hemos constatado, no sin amargura y pesadumbre, que el propio discurso político se llenaba de lugares comunes, de proclamas electorales que se han convertido en papel mojado demasiado rápido, de propuestas bienintencionadas que nunca habían tenido la intención de cumplir, de palabras sin valor como monedas gastadas.

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