El milagro de la perdurabilidad



«La existencia de un gran escritor es un milagro, el resultado de tantas convergencias fortuitas como las que concurren a la eclosión de una de esas bellezas universales que hacen soñar a toda una generación. Por cada gran escritor, ¡cuántas malas copias tiene que ensayar la naturaleza!»
Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas


En la aparición de un libro paradigmático, uno de esos que poseen la capacidad desbordante de influir en legiones de lectores, confluye una combinación arbitraria de factores que tiene algo de milagro prodigioso, que posee la marca ciega de la perdurabilidad sin saber muy bien por qué.

Quizás por eso, el hecho literario se haya concebido tradicionalmente como una suerte de epifanía gozosa, como un alumbramiento rodeado de un halo de asombro y de misterio que antaño se interpretaba como una dádiva de los dioses.

Cuando se tiene entre las manos uno de esos libros emblemáticos -digamos, por ejemplo, un libro como Cien años de soledad de García Márquez, El mito de Sísifo de Camus o La metamorfosis de Kafka-, uno no puede dejar de pensar en la cadena de azares, en las adversidades insospechadas, en los numerosos imprevistos que debió superar aquel manuscrito hasta tener la consistencia de algo real y duradero y llegar a convertirse en el objeto de culto que es en la actualidad.

Con demasiada frecuencia se nos olvida que los libros, igual que las personas, también son el resultado de un inextricable nudo de elementos heterogéneos, que cualquier alteración imprevisible -por nimia que esta fuese- en una de esas contingencias que contribuyeron a su materialización pudo haber malogrado todo el esfuerzo y el tiempo que invirtieron sus creadores en concebirlo.

Debido a la falta de autoestima de su autor, La metamorfosis estuvo a punto de perecer entre las llamas del fuego, un acontecimiento luctuoso que hubiese privado a los lectores de haber conocido una de las mejores interpretaciones sobre la angustia del individuo moderno, reflejada en la vida anodina de un joven que un día cualquiera se despierta convertido en un horrible insecto.

Los avatares de la publicación de Cien años de soledad, tan extraordinarios y asombrosos como la propia historia que relata, han sido recogidos en un delicioso artículo titulado “La odisea literaria de un manuscrito”, en el que García Márquez cuenta con profusión de detalles cómo el accidentado envío a la Editorial Sudamericana casi acaba con la pérdida definitiva del libro.

De los filósofos presocráticos no ha llegado a nuestras manos ningún texto directo, sino que su pensamiento ha sido reconstruido gracias a la obra de otros autores como Platón, Diógenes Laercio o Aristóteles, que glosan sus teorías y cuyos libros sí han conseguido perdurar.

Se dice que Lope de Vega escribió más de mil obras de teatro, de las cuales tan solo unas pocas han conseguido ganarle la batalla a la voracidad del olvido. En El nombre de la rosa, Umberto Eco urdió una ficción con la posibilidad de que una copia perdida de la Poética de Aristóteles se hallase en un monasterio medieval en el que se suceden unos misteriosos asesinatos.

Los lectores de Pessoa viven en un estado de expectación constante imaginando los textos del poeta del desasosiego que verán la luz en los próximos años, a medida que los investigadores continúen rescatando papeles dispersos de ese famoso baúl que contiene sus manuscritos inéditos.

En el relato de Borges “El milagro secreto”, un escritor judío al que van a fusilar los nazis pide una prórroga a Dios para poder terminar la obra que le sobrevivirá después de su muerte. Después de un año concedido por la gracia divina, los soldados del pelotón aprietan el gatillo justo en el momento en el que el protagonista consigue poner el punto final a su libro.

En la película Ágora de Alejandro Amenábar, ante el inminente saqueo de los cristianos que se amontonan en las puertas de la Biblioteca de Alejandría, muchos profesores y alumnos de la institución se muestran más preocupados por proteger la sabiduría contenida en los rollos de papiro que en preservar su propia vida.
Resulta inevitable sentir un escalofrío de estupor pensar en todos aquellos textos que debido a la mala fortuna, a la estulticia o a la desidia, se perdieron en las truculencias de la historia y que, seguramente, representan una cantidad muy superior a los que han conseguido perdurar a través del -o a pesar del- paso del tiempo.

Fue Gadamer el que en los años setenta del siglo pasado renovó el concepto de “tradición” como el resultado de todo aquello que es conservado y que forma parte de nuestro acervo cultural. De esta forma, la “tradición” es concebida como historia, en el doble sentido de contenidos recordados y transmitidos (“traditio”), y de proceso de transmisión (“uberheferung”).

“La tradición es esencialmente conservación, y como tal nunca deja de estar presente en los cambios históricos”, afirma Gadamer, como una forma de expresar que no podemos entendernos a nosotros mismos si no es en la comprensión de la historia en la que estamos inmersos. Existir es siempre formar parte de un proceso que nos engloba y nos supera como seres históricos, como seres que formamos parte de una historia donde la literatura es un elemento fundamental de socialización.

Los textos que no sobreviven al paso del tiempo, que no son capaces de superar las transformaciones que sufre la historia, que no consiguen llegar a nuestras manos, son como hilos que se pierden para siempre del proteico tejido de la tradición. Siempre nos quedará la duda de cómo hubiesen alterado esos textos nuestra forma de ver el mundo.



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