El eterno profano



«Así que al repasar esas frases me he preguntado por fin si alguna vez podré leer un cartel, rótulo, aviso, indicador, comunicado, anuncio, prospecto, bando, ordenanza, ley, nota, periódico, sentencia, carta, folleto, mensaje, catálogo, acta, tríptico, manual de instrucciones o aviso en general que aparezca redactado no ya con originalidad o talento sino con la más sencilla corrección ortográfica.»
Álex Grijelmo, Defensa apasionada del idioma español


Después de navegar un rato en Internet por sucesivas ventanas virtuales de una página sobre educación, uno hace el siguiente recuento rápido de siglas: PIAC, CEDEC, REDCICE, FNMT, GESO, FEDER, OPEEC, ECD, AEMA, EPALE, ACCUEE, PROIDEAC, SIMAC, CLIL, ATE, EVAGD, FIES, ZEC, CEUS, DGOIPE, CURSFORM, CAUCE, MOOC, y otras muchas absolutamente indescifrables, aparte de las más familiares o evidentes, como LOE (Ley Orgánica de Educación), LOMCE (Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa), CCSS (Ciencias Sociales), CCBB (Competencias Básicas), PGA (Programación General Anual) o PE (Proyecto Educativo).

En una de las pestañas que se encuentran en esta página, se puede leer el siguiente anuncio: “Formación en CCBB en el contexto de los objetivos de la CEUS, presencia en diferentes plataformas formativas y acciones DGOIPE, etc.”, y a uno casi le da vergüenza reconocer públicamente que solo es capaz de comprender una mínima parte de la información expuesta, por no decir casi nada, al tiempo que no puede dejar de preguntarse en qué momento nos dio por arrojar la educación por la borda, como el joven protagonista al comienzo de Conversación en La Catedral se preguntaba en qué momento se había jodido el Perú.

¿De qué están hablando? ¿A quién o a quiénes se dirigen? ¿Qué demonios significan todas esas siglas indescifrables? ¿Cómo es posible que los miembros de la comunidad educativa -no digamos los ciudadanos comunes y corrientes, cuya labor no está directamente relacionada con la educación- puedan llegar a entenderse utilizando esta jerga hermética, criptográfica, solo apta para iniciados en la materia, y en ocasiones ni siquiera para ellos? ¿En qué momento perdimos la batalla de intentar hablar para que los demás nos entendieran?

Heidegger decía que el lenguaje es la casa del Ser; Gadamer, que el ser que puede ser comprendido es lenguaje; y Wittgenstein, que los límites de nuestro mundo son los límites de nuestro lenguaje. Cada uno de ellos, desde las diferentes coordenadas de sus respectivas corrientes de pensamiento, pretendían insistir en el mismo hecho: sin lenguaje no existe comprensión del mundo. O lo que es lo mismo, el universo humano está constituido por el lenguaje.

Fuera de, más allá de o con independencia del lenguaje, solo puede concebirse la omnipotencia de los dioses o la animalidad de las bestias. Fue Aristóteles el primero en darse cuenta de este fenómeno: “Sólo el hombre, entre los animales, posee la palabra”, señala, como una forma de destacar el vínculo indisoluble que existe entre la sociabilidad natural del ser humano y la posesión de un lenguaje.

Y no hay que olvidar que “logos” significa “razón”, “inteligencia”, “pensamiento”; pero también significa “palabra”: la “palabra” como discurso argumentativo, razonado, meditado. No hay palabra sin inteligencia, ni inteligencia sin palabra. Los griegos ya lo sabían, pero nuestra sociedad parece haberlo olvidado alegremente.

No hace falta recurrir a la etimología de las palabras ni al pensamiento de los filósofos para darse cuenta de que el deterioro de la lengua, su absurda e inoperante abreviación, el uso indiscriminado de siglas y de acrónimos que más que ayudar perjudican la comprensión de los mensajes, la progresiva colonización de palabras extranjeras en nuestro idioma, solo contribuye a empobrecer el pensamiento, además de dinamitar las vías de comunicación entre los usuarios de una misma lengua.

Como señala Álex Grijelmo en un artículo titulado “Las palabras esqueléticas”: “Y esos esqueletos andantes sustituyen cada vez más a palabras de cuerpo y alma, que van cayendo a las fosas mientras sus radiografías se levantan y caminan entre nosotros (…) Los especialistas defienden sus tecnicismos, pero lo que ganan en rigor se pierde en calidez. Las letras sin un corazón dentro no transmiten sobresaltos, y su frialdad las deja desactivadas; inservibles para la batalla” (El País, 31 de mayo de 2015).

La buena noticia es que también podría ocurrir al revés: utilizar con precisión los conceptos, sin cortes ni abreviaturas impostadas, muestra una diáfana transparencia de pensamiento, una mente ordenada, además de propiciar una comunicación fluida y una escucha participativa, que es una escucha como la que inicia la persona que responde a una llamada de teléfono con un claro y contundente “dígame”, y en seguida espera la respuesta del otro.

Parece que el mundo está empeñado en convertirse en una yuxtaposición de ámbitos incomunicados e inconexos, cada uno con su vocabulario autóctono, con sus propias normas de expresión y de puntuación, con sus significados únicamente comprensibles para las personas pertenecientes a esos ámbitos semiprivados. Ante esta insólita tendencia, uno no puede evitar la impresión de sentirse como un eterno profano.

Comentarios

  1. Pues benditos profanos, Rubén.

    Vergüenza ninguna de que a uno se le escape tanta terminología de la presunción. ¿Acaso sirven para mejorar la comprensión del mundo y de las personas? No, muy al contrario, sirven para complicarlo, deformarlo y hasta para camuflar intereses y egoísmos inconfesables. El mundo es un artista de la sencillez; por ejemplo, pídele a un experto que te defina la felicidad, que despliegue el rigor del método científico y la erudición de teólogos y doctores, que llene tomos y tomos de terminología y datos, de una enredada maraña que disimula su propia ignorancia; no llegará a ninguna parte, siempre será más efectivo ir a un parque a consolarse con la felicidad que experimentan los niños que corretean por allí; en la sencillez está la respuesta a toda duda.

    El lenguaje se oscurece con los defectos de la naturaleza humana: con todo sinónimo de vanidad y prepotencia, con la mala fe que convierte las palabras en ofensas o en mentiras. Sí, el exceso de términos retorcidos y extranjerismos son como los indicadores de la calidad del agua que bebemos, nos dan una medida de la toxicidad de una persona y sus intenciones, de la insalubridad de una sociedad, de su aridez, superficialidad e inútil complicación para que se desarrollen óptimamente los espíritus en paz.

    Saludos.

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