Bibliotecas llenas de fantasmas



«No hay lector con algún problema muy particular que no lo encuentre mencionado en la primera novela que se decida a leer. La novela no es “un espejo a lo largo del camino”, como dijo Stendhal. Es un espejo que nos ponemos delante para mirarnos. Es como una foto o una película en la que también salimos nosotros.»
Iñaki Uriarte, Diarios 1999-2003



Desde hace tiempo estoy persuadido de que podría reconstruirse la vida de cualquiera solo con echar un vistazo por las estanterías de su biblioteca: sus filias y sus fobias, sus debilidades y sus extravíos, sus entretenimientos, los temas y autores que le entusiasman, los que le producen desasosiego y los que le proporcionan descanso, también aquellos de los que prescinde o que menosprecia.

Los lectores desarrollamos una especie de habilidad intrínseca con la que basta recorrer algunos lomos desgastados de una biblioteca para descifrar cuál es su lugar en el mundo. Por este motivo a uno le sobrecoge tanto la reciente actitud de tantos lectores que, influenciados por la efervescencia de las nuevas tecnologías, de repente deciden deshacerse de la biblioteca personal que les ha costado reunir toda la vida.

Hace poco asistí horrorizado al desvalijamiento de una biblioteca en el lugar donde uno desempeña su labor. Tras las vacaciones estivales habían decidido convertir el espacio en el que se alojaba la biblioteca en una especie de sala polivalente o espacio multimedia, nunca llegué a saberlo a ciencia cierta, capitaneada por un grupo de ordenadores con conexión ultrarrápida a internet y cosas así.

Mientras una compañera de trabajo se afanaba en acumular libros alegremente desechados, seleccionados para la basura o acaso para la beneficencia, a uno le entraron unas ganas incontrolables de salir corriendo, de echarse a llorar o de ambas cosas a la vez.

En ese momento me di cuenta de que las bibliotecas de los centros educativos, auspiciadas hace algunos años por grandilocuentes proyectos de la Consejería de Educación, esas bibliotecas en las que se invirtió tanto tiempo y tanto dinero, tanto esfuerzo y tanta ilusión -uno mismo participó en varios de estos proyectos que te certificaban las horas invertidas en ellos-, de repente tienen las horas contadas, condenadas sin remedio a la ignominia y al ostracismo.

Sin duda es el sino de los tiempos que corren, en los que los escasos lectores que quedan en el formato de papel, esos que aún seguimos acudiendo cada mes a las librerías de toda la vida para revisar la mesa de novedades y llevarnos a casa la sabrosa captura del día, nos hemos convertido en un anacronismo, en los vestigios de una especie en peligro de extinción.

Convendría en algún momento reflexionar hasta qué punto el interés de aniquilar las antiguas bibliotecas responde realmente a una necesidad vital o acaso a una moda pasajera fomentada por los poderes económicos, que pretenden ofrecernos lo mismo que antes pero bajo una apariencia más novedosa y atractiva, con otro formato más acorde con el imperio de la tecnología.

La puntilla a este estado de decepción, provocado por la sospecha de que un progreso que no respete las bibliotecas -que las considere un recurso obsoleto y prescindible- no es un auténtico progreso, me la dio la decisión tomada por un avezado lector de los de toda la vida de deshacerse de buena parte de su biblioteca debido a las bondades del libro electrónico -él asegura que ahora lee mucho más y sobre temas más variados que antes.

Al día siguiente salí de su casa con el inestimable botín de dos cajas repletas de libros, algunos de ellos vetustas ediciones inencontrables en la actualidad, que me apresuré a colocar en mis estanterías.
Ante tal espectáculo de aniquilación sistemática, de exterminio deliberado, uno no puede evitar preguntarse cuántos libros ha comprado a lo largo de su vida, cuántos libros adquiridos en mercadillos de segunda mano, cuántos prestados a otros lectores, cuántos usados en todas las bibliotecas que ha frecuentado; cuántos libros perdidos, pendientes de ser leídos, olvidados, releídos, robados; cuántos libros desde que uno abrió la primera página del primer libro de su infancia y se dejó llevar en aquel momento inaugural y ya para siempre por ese estado hipnótico y un poco alucinado que es la lectura; cuántas horas de gozosa felicidad perdido en laberintos de páginas que recuerdan a aquella biblioteca infinita que Borges imaginara como un símbolo del universo; cuánto dinero derrochado por otros en libros que ahora, sin pretenderlo, caen en las manos de uno como si fuesen un maná del cielo, desechados por lectores o instituciones que han decidido prescindir de ellos.

Uno ha cargado con ellos en todo momento, los ha traído y llevado consigo a lo largo de múltiples mudanzas como objetos codiciados o trofeos insustituibles, los ha colocado en las estanterías de pisos de estudiante, de habitáculos provisionales, de casas alquiladas, de vagones de tren, de cuartos de hotel y hasta de habitaciones de hospitales.

No recuerdo con exactitud todo lo que he leído -nadie puede, salvo Funes “el memorioso”, otra referencia borgesiana-, pero sí podría reconstruir fragmentos dispersos de mi biografía con la ayuda de los estantes de mi biblioteca: nombres de lugares y cifras que indican fechas, algunas marcas del establecimiento en el que fueron comprados, datos extraídos de esa vieja costumbre de firmar los ejemplares recién adquiridos, de incluir al lado de la rúbrica la fecha y el lugar de la reciente adquisición. Incluso, con buenas dosis de método y paciencia, podría organizar los volúmenes cronológicamente en paralelo a ciertos acontecimientos destacados de mi trayectoria.

Libros que permanecen expectantes como figuras insomnes o como fantasmas, también como testigos mudos de una existencia anónima. Libros que posiblemente acabarán en algún desguace olvidado, en algún galpón oxidado y polvoriento, cuando uno ya no se encuentre aquí para leerlos.

Comentarios

  1. Creo que hemos hablado en otras ocasiones de temas muy similares al que planteas ahora. Algunos hemos trasladado incluso, con innumerable esfuerzo, toda una biblioteca desde allende los mares hasta las islas.

    Lo que me lleva a repetir algo que ya escribiera por aquí en otra ocasión: ¿cómo huele un libro digital? , ¿cuál es su textura, cuál su tacto?, ¿de qué color son sus páginas?, ¿qué se siente al sostenerlo en la mano, como la mano que se toma alguna vez a una novia, a una hija, a un enfermo o a un moribundo?, ¿cómo se anotan o guardan pequeños recuerdos entre las páginas de un libro digital?, ¿cómo te dedica un libro digital quien te lo regala?

    Pronto te recomendaré la visita a una librería anticuaría que creo te gustará mucho. Es posible que encuentres allí, tras el café y el paseo de una tarde fría de invierno, algún tesoro interesante para tu biblioteca.

    Un abrazo.

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    1. Me temo que las nuevas generaciones tienen más fácil pasarse al libro electrónico, puesto que ya han venido a un mundo con esas transformaciones en auge. Para el resto, puede que el cambio no sea tan fácilo, por cuestiones como las que mencionas en tu comentario, entre otras.

      Será que a uno me gusta sentirse rodeado de libros, del olor y del tacto que desprenden los libros, algo muy difícil de conseguir con el libro electrónico.

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