La era de las interrupciones (2ª parte)



«El lector adicto, el que no puede dejar de leer, y el lector insomne, el que está siempre despierto, son representaciones extremas de lo que significa leer un texto, personificaciones narrativas de la compleja presencia del lector en la literatura. Los llamaría lectores puros, para ellos la lectura no es sólo una práctica, sino una forma de vida.»
Ricardo Piglia, El último lector


No es de extrañar, por tanto, no solo que no seamos capaces de concentrarnos convenientemente en lo que estamos haciendo, sino también, y lo que todavía es peor, la apariencia de arbitrariedad y de caos en la que parecen desenvolverse nuestras jornadas. Eso por no hablar de la exasperante sensación de no contar con el tiempo necesario para todo lo que queremos hacer, del cansancio que se va acumulando a medida que avanza el día, y de la frustrante impresión de no llegar nunca a terminar ninguna tarea.

Quizás por eso nos inquieten y al mismo tiempo nos conmuevan esas imágenes tan frecuentes en los cuadros de Hopper en las que aparecen personas anónimas leyendo en actitud ausente y ensimismada, casi siempre mujeres rodeadas de un halo de misterio o de ensueño, unas veces en medio de una soledad espesa y protectora, y otras veces acompañadas de otros seres anónimos que nunca llegan a traspasar esa coraza de aislamiento en la que se encuentran.

Imágenes de este tipo se pueden observar en lienzos como Coche de asientos (1965), Hotel junto a un terraplén de ferrocarril (1952) o Recepción de hotel (1943), que muestran a mujeres completamente inmunes a los excesos y ajetreos actuales, mientras disfrutan golosamente de ese momento único en el que todo lo ajeno a la lectura concentrada de un libro resulta insignificante o al menos poco importante, como si todo lo demás quedase momentáneamente en suspenso o relegado a un segundo plano.

Pero donde esta impresión se encuentra quizás más reforzada es en Habitación de hotel (1931), que muestra a una mujer con un libro grueso apoyado en el regazo a la que apenas se le ve la cara, vestida únicamente con un traje de baño escueto, descalza, pelo corto y bien peinado hacia un lado, semblante difuso pero muy concentrado en el libro que sostiene con aparente desgana, casi con indiferencia; una mujer con los hombros caídos como en actitud de derrota o de cansancio, como una especie de atlante deslucido o desahuciado, con esa luz cenital y cegadora reflejada en la espalda curvada, en sus débiles antebrazos y en sus muslos desnudos, en su cuerpo un tanto escuálido, doblegado, indefenso; una mujer sentada en la cama de una habitación cualquiera de un hotel barato, la maleta dejada con descuido en el suelo, el blanco insignificante de la pared aburrida que induce a la melancolía o al desasosiego, el traje abandonado encima del brazo del sillón, la ventana o el balcón abierto a una especie de pared o de exterior sin definir.

Y sin embargo, ella, anónima y ajena en un lugar donde probablemente no la conoce nadie, quizás una de aquellas antiguas coristas que bailaban en locales de alterne, o una actriz de teatro que se encuentra de gira con su compañía de segunda fila, puede que disfrutando de un momento de descanso entre dos funciones consecutivas o después de una noche de trabajo extenuante en el local, increpada sin piedad por hombres soeces que la desean y la denigran a partes iguales, parece un ser casi de otro mundo, absorta, ensimismada, indiferente a todo lo que le rodea.

Quizás resulte tan llamativa esta imagen debido a que nos habla de lo que hemos perdido en medio de ese tumulto estrafalario en el que a menudo estamos sumergidos, o de lo que ansiamos secretamente sin llegar a reconocerlo del todo porque ni siquiera somos capaces de saberlo o de intuirlo, ni siquiera de imaginarlo, un paréntesis sin interrupciones ni invasiones ajenas, un oasis de quietud en medio del trasiego diario, la placidez autárquica y soberana de un momento único, aquel en el que únicamente podemos llegar a ser nosotros mismos.



[Imagen:Habitación de hotel (1931), de Edward Hopper]

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