Algo tan inesperado como Elvira Lindo (1ª parte)



«Hoy he decidido que ya no quiero ser escritora. Escribiré hasta que me muera, porque estoy acostumbrada desde niña a emplear el tiempo de esa manera y porque así me gano la vida, pero siento muy profundamente mi falta de ambición, mi miedo cada vez más insuperable a escribir un libro y que esté en manos de todo el mundo.»
Elvira Lindo, Noches sin dormir (Último invierno en Nueva York)


Leo a Elvira Lindo con admiración y una cierta culpabilidad. Con admiración, porque la novela en la que estoy enfrascado últimamente, Lo que me queda por vivir, me parece un libro excelente. Y con una cierta culpabilidad, debido a que la literatura escrita por mujeres en general, y las novelas de Elvira Lindo en particular, figuran entre mis grandes asignaturas pendientes.

Hace poco, mientras veía en internet una entrevista que le hicieron a Elvira Lindo hace ya algunos años, en el Centro Niemeyer de Oviedo, escuché una opinión del entrevistador que de repente me dejó un tanto perplejo.

Con sobrada contundencia, sin el menor atisbo de indecisión por su parte, dijo que Lo que me queda por vivir es una de las mejores novelas escritas por un autor español en los últimos veinticinco años, lo cual me pareció no solo una afirmación un poco arbitraria de entrada, sino excesivamente reduccionista al pensarla detenidamente. Y además arriesgada, habida cuenta de la extensa nómina de grandes libros que han aparecido y de buenos escritores que se han formado o consolidado durante ese período.

Eso por no mencionar también el hecho de ser una opinión expresada en el marco de un acto público, donde es tan frecuente que los presentadores enfaticen los méritos de las personas que los protagonizan, a veces de manera un tanto grotesca.

Al día siguiente de ver esta entrevista en internet rescaté del cuarto de trabajo Lo que me queda por vivir. Recordaba vagamente haberla comprado cuando se publicó en el año 2010 -según pude comprobar después-, y también haberla abandonado en algún rincón apartado de la estantería, seguramente no por falta de interés, pues siempre me había gustado lo que había leído de Elvira Lindo, sino por acumulación de unas lecturas que a menudo se imponen sobre otras, sin ningún motivo aparente, pero con la fuerza de lo inevitable.

El caso es que, como dije antes, empecé a leerla con admiración y una cierta culpabilidad, porque, en efecto, puede que el entrevistador por una vez tuviese razón y no estuviese exagerando.

De Elvira Lindo siempre me han gustado sus originales entrevistas, sus breves pero enjundiosas columnas satíricas y sus amenos artículos del fin de semana, algunos de ellos recopilados en su libro Don de gentes. También me he reído con sus hilarantes textos de Tinto de Verano. Y he leído con fruición los dos libros que tratan sobre sus estancias en Nueva York, Lugares que no quiero compartir con nadie, publicado hace algunos años, y Noches sin dormir, que devoré casi de un tirón hace poco, en un estado de excitación enfebrecida gracias a la cualidad fluida y envolvente de su prosa.

Como señala la propia Elvira Lindo en un párrafo de este último libro: “Soy consciente, eso sí, de que no ha sido nada bueno para mí dispersarme en tantos oficios porque he acabado diluyéndome. La escritora homeopática. Demasiados frentes. Creo que nadie me acaba de considerar de un gremio”. Pero eran sus novelas las que figuraban en esa lista de asignaturas pendientes que los lectores nos dedicamos a cultivar de forma masoquista.


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