La belleza calcinada de un desierto (1ª parte)



«Sólo el viento y los remolinos lamen las piedras y peinan el terreno árido de la cancha de fútbol donde, todavía, con un poco de cálculo e imaginación se puede adivinar el rayado del rectángulo, el círculo central y las áreas grandes y chicas.»
Hernán Rivera Letelier, El fantasista


Para un urbanita recalcitrante como el que escribe estas líneas, el paisaje calcinado de Fuerteventura encierra una belleza sobrecogedora difícil de soslayar, a menudo inasible al hechizo de las palabras. Un paisaje austero que tiene algo de embriagador y de inexplicable, como de sueño letárgico, de metafísica profunda o de halo misterioso, una especie de fuerza telúrica que parece vinculada al sentido primigenio de la existencia, al magma dormido del que procede.

La escasa parcela habitada siempre parece insuficiente y precaria, como si estuviese a punto de quebrarse o de desaparecer debido a la fuerza implacable de los elementos: el sol y el viento sobre todo, que desgastan lentamente todo lo que tocan hasta convertirlo casi en un recuerdo.

Al contemplar ese territorio conquistado a la naturaleza por el ser humano, ese territorio levemente cincelado, uno no sabría decidir si fue el ser humano quien ganó la partida a la naturaleza, doblegando el medio para adaptarlo a sus necesidades, o si, por el contrario, fue la naturaleza indomable la que le permitió erigir esas construcciones tan débiles, tan insignificantes, para poder sobrevivir en medio de la nada.

Dondequiera que uno dirija la mirada, hay sinuosas cadenas de montañas que parecen doblegadas por un cansancio milenario, incapaces de apresar la humedad de nubes arrastradas por los fuertes vientos alisios, de un penetrante color entre rojizo y anaranjado que resalta aún más ante la vista con las luces crepusculares del día.

Hay molinos de viento hipnóticos, leprosos de óxido, quejumbrosos, que recuerdan los ambientes expectantes de las películas de Sergio Leone, como aquellos primeros planos con los que comienza Hasta que llegó su hora, con una estación de ferrocarril abandonada y solitaria, y un molino asmático como única compañía de unos pistoleros que esperan la llegada tardía del tren.

Hay campos de cultivo que parecen arrasados por la sequía, por la impericia o por la desidia. Hay muros carcomidos que a duras penas consiguen mantener la verticalidad perdida hace ya mucho tiempo. Hay vallas inservibles y derruidas, empeñadas en delimitar lo que a simple vista parecen terrenos estériles. Hay edificaciones esforzadas y solitarias, restos esparcidos de una humanidad huidiza que deja un residuo de tristeza en el ambiente, como si fuese un territorio barrido en una milésima de segundo por algún cataclismo o por una maldición divina.

Y sin embargo, a pesar de esta aparente devastación, de este paisaje lunar que puede llegar a ser tan inhóspito, del calor inmisericorde que fagocita el ocio despreocupado de los lagartos y de los camellos, de las nubes difusas y pasajeras que nada quieren saber de esta tierra agrietada por el calor sofocante, Fuerteventura puede ser un lugar al que acudir para perderse o para encontrarse: para perderse mientras uno se encuentra a sí mismo por sus áridas llanuras, o para encontrarse cuando uno se pierde en medio de este terreno sin obstáculos por el que resbalan los ojos en su recorrido hacia el horizonte.

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