La belleza calcinada de un desierto (2ª parte)



«Diferencia absoluta con el campo, donde todo existe naturalmente, donde los productos no son productos sino una réplica natural de objetos anteriores que se reproducen igual una y otra vez.»
Ricardo Piglia, Blanco nocturno


La isla de Fuerteventura debe su nombre a la inercia de un viento racheado y belicoso que, pese a los ímprobos esfuerzos del ser humano por domesticarlo, siempre consigue colarse por las rendijas abiertas en los techos cochambrosos, por los cristales rotos de las ventanas, por las grietas de los muros de piedra, por los toldos sin arreglar que ya apenas protegen de las inclemencias del calor, por las ramas desordenadas y agitadas de los árboles, por los recovecos de los objetos inútiles abandonados a su suerte en cualquier lugar.

Un viento que ulula sin descanso a todas horas, que deja a su paso un murmullo como de estrépito, de cantos de pájaros extraviados, de motores desvencijados que no descansan, de perdigonadas regulares en territorios de caza, de músicas desfasadas con aroma de verbenas de pueblo, de perros que no paran de aullar a la soledad y al olvido.

El coche en el que uno viaja se detiene en un pueblo que tiene un nombre con evidentes resonancias mejicanas, y uno no sabe si se encuentra en una isla perdida en medio del océano, apenas a cien kilómetros de la costa africana, o en uno de esos pueblos fantasmales que describe Rulfo en sus textos, una especie de Comala taciturna y adormilada bajo el sol inmisericorde del mediodía.

Los únicos indicios de vida en el pueblo son los que proceden de unos bares situados en la avenida principal, con sus camareros displicentes y abúlicos, que atienden a sus clientes como si tuviesen toda la vida por delante, y de algunos parroquianos sentados en las aceras, con sombrero calado y gesto adusto, que observan a los forasteros con una cierta desconfianza.

Una pista de tierra apelmazada transita en paralelo a una caldera volcánica con sus paredes carcomidas por la erosión y el paso inevitable del tiempo. A lo largo del camino uno descubre establos con cabras aburridas y somnolientas que no paran de rumiar despreocupadamente algunos restos de comida; perros andrajosos que escudriñan cuidadosamente a los caminantes con la misma desconfianza y el mismo desinterés que sus dueños; burros famélicos y taciturnos que observan lo que pasa a su alrededor con una expresión de tristeza irredimible, con sus enormes orejas expectantes, con el borde de los ojos llenos de moscas torturadoras, con sus lamentos ahogados que se pierden en el horizonte vacío como una letanía interminable.

A un lado de la calzada hay una señal de tráfico en el suelo que avisa a los improbables conductores del peligro de animales sueltos. Hay un enorme tronco calcinado que sobrevivió milagrosamente a la avaricia del fuego y que erige sus muñones sin ramas contra el cielo en actitud de venganza. Hay postes de luz y de teléfono que desafían a la gravedad con su precaria verticalidad. Hay pérgolas desmaquilladas que ya no sostienen ninguna flor de buganvilla entre sus listones de madera sin barnizar. Hay cactus con formas antropoides que adquieren matices inquietantes cuando llega la oscuridad de la noche. Hay algunos huesos blancos y desperdigados de animales muertos que ya no atraen ni a los carroñeros.

Entre muchos objetos inverosímiles, uno encuentra un buzón destartalado en medio de una pared derruida que dejó de recibir cartas hace mucho tiempo; colchones desahuciados que posiblemente alguna vez fueron blancos; sillones boca abajo que enseñan sin pudor sus tripas oxidadas de hierro; electrodomésticos podridos de herrumbre en medio de terrenos abandonados; juguetes mutilados y mugrientos que ya no forman parte de ninguna infancia.

Uno mira al horizonte imponente que se extiende ante sus ojos y observa las montañas mansas cuyo perfil se recorta en el azul infinito de un cielo limpio de nubes. Hay una reverberación de espejismo o de fantasmagoría a lo lejos que distorsiona la línea azul del horizonte. Hay lenguas irreales de asfalto que de repente desaparecen, que se pierden en el terreno infinito o que se desdibujan en medio de la naturaleza. Hay nubes de polvo arrastradas por rebaños extraviados de cabras. Hay un ave de la familia de las rapaces, aunque un poco más pequeña que estas, que permanece suspendida en el aire en un equilibrio imposible mientras escudriña el desierto deshabitado en busca de alguna presa incauta.

Muy cerca de unas gavias abandonadas y de unos cobertizos construidos con adobe y piedras, de un intenso color ocre, sobrevive un esforzado molino que agita nerviosamente sus aspas deterioradas en un sacrificio inútil.

Comentarios