Un silencio que habla



Un homenaje a Pedro Páramo en el centenario del nacimiento de Juan Rulfo


«Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte, que estamos aquí de paso, para descansar, y que luego seguiremos caminando.»
Juan Rulfo, El llano en llamas


A estas alturas nadie pone en duda que, con Pedro Páramo, Rulfo no solo consiguió romper el molde en el que se cocinaban las novelas, sino además, y lo que es aún más importante, sacudir los cimientos mismos de la literatura. 

Publicados posteriormente, los relatos contenidos en El llano en llamas, tan concentrados y sublimes como son, en realidad fueron su personal laboratorio de pruebas para alcanzar la excelencia de su obra cumbre. 

Los lectores están acostumbrados a que los sucesos ocurran en un contexto geográfico concreto, a que las narraciones sean lineales -aunque eventualmente fragmentadas-, a que los personajes tengan rasgos bien delimitados. Son las características de las novelas decimonónicas que se impusieron como una suerte de canon literario. Por suerte, las vanguardias literarias y, en especial, los autores latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX, contribuirían a derribar esa imagen un tanto pétrea de la literatura y a enseñarnos otra forma de contar historias.   

La pregunta a la que sin querer dio respuesta Pedro Páramo es algo que, al menos una vez en la vida, surge en la trayectoria profesional de todos los autores: cómo es posible articular una narración que resulte verosímil, pero que esté ubicada en un contexto sin tiempo y sin espacio, en un no-lugar que es en realidad el reino de los muertos, en el que no existe “cronos” ni “topos”. 

Comienzo de la novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo
El planteamiento en sí de la pregunta ya parece descabellado de antemano. La respuesta, sin embargo, la tenemos en Pedro Páramo, que comienza con una inocua búsqueda de las raíces familiares, para luego complicarse a medida que avanza la trama.  

Todo resulta extraño desde la primera línea de Pedro Páramo. Para empezar, el protagonista, Juan Preciado, no tiene descripción física y únicamente se da a conocer a mitad de la novela. Por otra parte, el conocimiento que posee sobre Comala, el pueblo al que se dirige en busca de su padre, le viene de recuerdos inducidos por su madre. 

Si nos fijamos en la estructura de la narración, podemos comprobar que se concede más importancia a la intensidad de la brevedad que al desarrollo de los encuentros entre personajes. No parece existir la lógica ni la linealidad temporal ni la continuidad entre los fragmentos, y la trama parece configurada a partir de una sucesión de escenas aisladas sin un núcleo principal, como si se tratase de las pinceladas aparentemente inconexas de un lienzo impresionista.  

Una de las pocas cosas que el lector percibe mientras trata de armar el puzle del texto, es que existe una cierta melancolía por el pasado que se funde con el presente a través de los recuerdos que el protagonista hereda de su madre. 

El resto de protagonistas secundarios son personajes marginales que parecen haber sido expulsados de la Historia, esa que escriben los vencedores en los libros de texto. A pesar de sus constantes intromisiones, los aparecidos no asustan ni reciben ningún consuelo: son católicos, resignados y buscan la redención aunque no la consiguen. Incluso, algunos de ellos parecen extrañamente incapacitados para el perdón, como es el caso del padre Rentería, que representa la cobardía del ser humano al mismo tiempo que la corrupción del poder, al dejarse sobornar por el cacique del pueblo.      

Además de su estilo innovador y vanguardista, puede que el tremendo éxito de la novela se deba en buena medida a la universalidad de los temas que trata, con el trasfondo de esa imagen tan peyorativa del ser humano que viene a confirmar el diagnóstico pesimista de Hobbes. 

Junto con la búsqueda de las raíces y la corrupción moral, la novela desarrolla una serie de temas que va desde la violencia y la venganza hasta la búsqueda del amor y del perdón, pasando por la presencia constante de la muerte en todas sus páginas. Se trata de una presencia constante, pero hasta cierto punto velada, que no se describe porque se da por hecho: los protagonistas “viven” -valga el oxímoron- en ella, forman parte de ella, no pueden desligarse de ella porque todos están muertos desde el comienzo.

















Erupción del Paricutín y templo de Parangaricutiro






Fotografía de Juan Rulfo
En todas las descripciones y en la propia trama de la novela, hay una suerte de poesía implícita de la miseria y de la desolación. Como señala uno de los protagonistas de El llano en llamas sobre el pueblo de Luvina, otra de las creaciones literarias de Rulfo, “uno va con las ilusiones cabales y vuelve viejo y acabado”. Lo mismo ocurre en Comala.   

Mención aparte merece el caso de este lugar mitopoético, y que comparte esa suerte de Olimpo literario junto a otros lugares emblemáticos de la literatura hispanoamericana, como el Macondo de García Márquez o la Santa María de Onetti. 

Sin embargo, a diferencia de los espacios geográficos anteriores, en Comala existe una pérdida de la condición paradisíaca para instalarse en el imaginario colectivo como una especie de purgatorio, que tiene su contraste en el personaje de Susana San Juan. En este sentido, conviene recordar que, al principio de la historia, Pedro Páramo no era un personaje cruel y despiadado, sino que se vuelve inmoral y abyecto por el amor que siente hacia Susana San Juan.  
A partir de la aparición de este personaje en la novela, Comala pierde su aura de ensueño y pasa a convertirse en un infierno, con una sucesión de acontecimientos que tiene mucho que ver con la teleología cristiana (paraíso - pérdida de la inocencia - juicio final - infierno) y que se mezcla con las supersticiones paganas del lugar.
Los habitantes de Comala no pueden perdonar ni recibir el perdón que los liberase de su pesada carga existencial. De hecho, la propia mención del apellido del protagonista recuerda la idea de un desierto.
Comala ingresa por derecho propio en ese panteón de lugares alegóricos que se convierten en una de las grandes metáforas de la existencia. El espacio creado por Rulfo simboliza ese triste y breve encuentro del ser humano con la vida, como si fuese un silencio que habla.  

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