El cielo en otra parte (Relato de ficción)



«El almanaque en la pared, tan visitado por las moscas, adornado con dibujos de escenas campesinas, ya había envejecido o muerto y persistía en mentir sobre sus fechas nombrando días que ya eran difuntos anónimos enterrados para siempre en una fosa común
Juan Carlos Onetti, Cuando ya no importe



(I)

Volví a verla cuando salió apresuradamente del baño, mientras se frotaba el antebrazo amoratado: a pesar de tener la piel casi en carne viva, se esforzaba en mostrar ante los demás la mueca exigida, la sonrisa imperturbable, la amabilidad favorecida por el peso de la costumbre.
Ni siquiera tuvo tiempo para maldecir o ensayar una queja. Había salido corriendo hacia la zona de los lavabos, posiblemente el único refugio en el que conseguía ponerse a salvo, con el gesto constreñido por el dolor, para que nadie la viese ceder ante la desesperación o el desánimo.  
A duras penas conseguía encauzar sus pasos en aquella espesura caótica irrespirable, magmática. Avanzaba dando pequeños saltos, con quiebros imposibles de malabarista, sorteando obstáculos que parecían confabulados para dificultarle  flanquearle el paso: el mobiliario fuera de sitio, los codazos inesperados en las costillas, las baldosas resbaladizas del suelo, los grupos de borrachos que se movían con una cadencia acompasada y vacuna. 
Aunque hacía lo posible por no ser detectada ni llamar la atención, le resultaba muy complicado avanzar entre aquella muchedumbre sin rozarse con nadie o volver a chocar contra aquel bosque de obstáculos que se extendía ante ella. Sin éxito, trataba de abrirse paso ante la tosquedad y el tedio. Su mirada esquiva y acechante calculaba defectuosamente distancias, giros imprevistos, alguna demanda obscena.
Tenía el pelo enmarañado, la piel perlada de sudor, el cuerpo ligeramente curvado por el peso de los años. Su ropa, prematuramente envejecida, tampoco permitía desvelar alguna pista sobre su personalidad o su origen.
Dibujaba cada mañana la cara delante del espejo para hacerla coincidir con el desinterés y la desidia. Imposible decidir si alguna vez utilizó maquillaje para corregir o disimular. No es inimaginable que alguna vez sintiese la tentación de la locura o del suicidio.


(II)

Llamar a aquella cueva destartalada El Imperial, además de una exageración prescindible, no era más que un ridículo eufemismo, cruelmente alimentado durante años por la habladuría local.
Nada que ver, por ejemplo, con el ambiente abrillantado y pulcro del que solían hacer gala El Club Náutico, El Apolo, o incluso el Tiempos Modernos, sobre todo los fines de semana, que era cuando se juntaba la flor y nata de la ciudad, sin otra aparente finalidad que la de exhibir su opulenta obsolescencia.
En El Imperial, en cambio, lo que predominaba era el ambiente sórdido y bastardo, el aire de burdel barato, la cochambre menos fiable del lugar.
Encima de la entrada, escrito con letras rústicas y temblorosas, un cartel de madera carcomida advertía al visitante que dentro del bar estaba prohibido el porte y el uso de armas de fuego.
Al entrar en la estancia principal, un olor como de sudor denso, mezclado con perfume barato, saturaba el ambiente. No había ventanas por ninguna parte, ni huecos de ventilación, ni desagües por los que los restos de la comida y los desperdicios fueran a parar al río. 
Abandonado a su propia suerte, leproso de herrumbre y olvido, el mobiliario ofrecía a los visitantes la misma comodidad que sugería su aspecto lamentable: casi al borde de la desolación o de la ruina. Igual que las sillas cojas de nacimiento, siempre escasas, las mesas apenas conseguían mantener la verticalidad sobre un suelo de tierra apelmazada, como picado de viruela.
Los vasos enmohecidos, unas veces por el calor y otras por la niebla de los cigarros, se amontonaban de cualquier manera, formando torres irregulares de cristal, encima del artilugio polvoriento y asmático que el dueño del local se había permitido utilizar alguna vez como cafetera.
Una cortina insuficiente pretendía separar, sin conseguirlo, las letrinas pestilentes de la pista de baile y el comedor. Al fondo de la barra, las botellas polvorientas eran agrupadas unas detrás de las otras en filas desordenadas, como un batallón anárquico.
Algunos cuadros de paisajes agrestes intentaban adornar las paredes desconchadas de tablones grasientos, ennegrecidas por el hollín. Colgado de un clavo oxidado, un almanaque de colores sepia mostraba fechas extinguidas, definitivamente olvidadas por aquellos que visitaron en alguna ocasión el local.
Además de la algarabía unánime, de las miradas inquisitivas, de las maneras descuidadas, es fácil intuir que en El Imperial prevalecían las actitudes bruscas y los gestos huraños.
No era infrecuente que algún bebedor se pasara de tragos o acabara provocando un estropicio inesperado: tras el estrépito de platos, el preciado licor derramado por los suelos y las miradas expectantes de los forasteros, de repente se imponía un silencio oceánico, delator, traspasado únicamente por el gesto despectivo y rencoroso del dueño.


(III)

Durante el tiempo en el que ella permaneció en el baño, por dolor o por vergüenza, permanecí absorto en la mesa más apartada del comedor, como si de repente el tiempo hubiese dejado de existir, como si todo aquello ya hubiese ocurrido en algún momento, mirando el líquido inclasificable del vaso que había encima de la mesa polvorienta.
Pensaba en la maldición que se derramaba por las paredes de aquel sitio, en el instante preciso en el que nunca reparamos salvo cuando ya es demasiado tarde, ese momento perverso en el que todo empieza a torcerse, a veces sin ningún motivo, por la propia desidia de los acontecimientos, sin que uno pueda intervenir en ellos, porque  imaginamos o intuimos que no vale la pena hacer nada y que cualquier intento por hacerlo estará indefectiblemente condenado al naufragio.        
Fue entonces cuando ella volvió a pasar junto a mi mesa. De ensayar alguna vez una sonrisa, posiblemente lo hiciese durante aquellos pequeños intervalos, lejos de los dedos afilados que la codiciaban como un insigne trofeo de caza.
Trataba de ahorrarse la compasión de los mismos que la despreciaban cotidianamente, sin ni siquiera tomarse en serio su propio desprecio, sino por el mero placer oscuro de someter y humillar a los que no eran como ellos.
Tras el accidente del brazo, ella intentaba exhibir la diligencia acostumbrada, pero era incapaz de disimular el andar más errático de lo habitual, la mirada ausente de los desahuciados, la melancolía de los prófugos que no pertenecen a ningún lugar. Detrás de sus ojos vidriosos, vagamente insomnes, durante algunos segundos se permitió mostrar ante los demás lo que parecía un tímido gesto de dolor o una mueca de asco.
Nadie se giró para observarla cuando regresó del baño, con el rostro encendido de calor y de aburrimiento, el antebrazo dolorido, el ánimo definitivamente quebrado.  Entonces bajó los ojos para examinarse las manos, visiblemente envejecidas, y su rostro reflejó la constatación amarga de que el cielo debía de estar en alguna otra parte.




Comentarios

  1. Pues yo quiero más de esto. Prosa magistral: fluida, cinematográfica a la par que altamente literaria. Me encanta la adjetivación utilizada.
    Me encanta, querido amigo.

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  2. Buen texto¡ Volvemos a Santa María. A Juan le hubiera gustado mucho¡

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